Cada ser humano es como los demás seres humanos, como algunos otros seres humanos y como ningún ser humano.
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domingo, 26 de junio de 2011

Hacia la paz perpetua

Del prólogo de Pedro García Cuartango

Immanuel Kant escribió Hacia la paz perpetua cuando ya había cumplido 70 años. Siguiendo la gran tradición del pensamiento utópico que podríamos remontar a Platón, Kant propone en este trabajo -fechado en 1795- la creación de una gran república universal, basada en una alianza libre de los Estados, que tendría como finalidad la paz perpetua entre todos los pueblos. Esta alianza se sustentaría en el derecho.
La legitimación del Estado reside en esa especie de contrato social por el que cada individuo renuncia a ciertas parcelas de libertad para poder coexistir pacíficamente con el prójimo. La creación de esa unión de Estados para lograr una paz permanente se fundamenta en el imperativo categórico kantiano, por el que cada ser humano tiene que actuar conforme le gustaría que los demás actuaran con él.
Obsérvese que Hacia la paz perpetua es una reflexión escrita justo en el momento en el que se apagan las cenizas de la Revolución Francesa mientras Napoleón emerge como el caudillo que va a imponer a sangre y fuego sus principios de libertad, igualdad y fraternidad.
Kant fundamenta su arquitectura de la paz universal en la naturaleza, que entiende como una especie de destino que guía a los seres humanos y que les hace tender a relacionarse bajo reglas morales.
Es necesario resaltar que Kant estaba convencido de que la utopía de la paz universal era realizable y que Europa evolucionaría progresivamente hacia una unión de Estados, como ha sucedido tres siglos más tarde. Así pues, podemos vislumbrar en Hacia la paz perpetua una lúcida anticipación del proceso de construcción europea iniciado tras el final de la Segunda Guerra Mundial.
Más allá del europeísmo que rezuma esta obra de Kant, podemos ver también en ella una fundamentación de un Estado democrático basado en el respeto a la libertad individual y los derechos humanos. Hoy parecen obvias muchas de las ideas de Kant, pero no lo eran tanto a finales del siglo XVIII. Este libro es por tanto una gran reivindicación del papel del Estado como garante de la igualdad y de la libertad. Kant se aparta del individualismo y apuesta por la noción de que los seres humanos sólo pueden ser felices en el marco de una solidaridad colectiva, garantizada por las leyes y un Estado social.

El principio debe ser entendido como la vinculación de los detentadores del poder a no negar a nadie su derecho ni a disminuírselo por antipatía o compasión; para esto es preciso una Constitución interna del Estado constituida de conformidad con los principios del derecho, pero es preciso, asimismo, la unión con otros Estados, vecinos o lejanos, al objeto de solucionar legalmente sus discrepancias.
Immanuel Kant
(1724-1804)
(...)
El moralista político puede decir que gobernante y pueblo o un pueblo y otro pueblo no comenten injusticia el uno con el otro si se hostigan violenta o engañosamente; comenten, en realidad, injusticia al no respetar el concepto de derecho, que es el único que podría fundar la paz para siempre.
(...)
La verdadera política no puede dar un paso sin haber tributado antes vasallaje a la moral, y, aunque la política es por sí misma un arte difícil, no lo es, en absoluto, la unión de la política con la moral, pues ésta corta el nudo que la política no puede desatar cuando surgen discrepancias entre ambas.

jueves, 16 de junio de 2011

Tratado sobre la tolerancia


François Marie Arouet, Voltaire
París, 1694 - 1778 
Tratado sobre la tolerancia se publica en 1767, cinco años después de los hechos que Voltaire denuncia en este texto: todos los miembros de la familia Calas, protestantes, han sufrido brutalmente la intolerancia de los ciudadanos y los jueces de la católica ciudad de Toulouse.
Voltaire, historiador, filósofo y abogado católico, elabora un alegato de defensa hacia esta familia, y un tratado sobre la necesidad, por derecho natural, de la tolerancia como un valor de autoprotección para el ser humano.

El gran medio para disminuir el número de los maníacos, si alguno queda, es entregar esa enfermedad del espíritu al régimen de la razón, que ilustra lenta pero infaliblemente a los hombres. Esta razón es dulce, es humana, inspira la indulgencia, ahoga la discordia, afirma la virtud, vuelve digna de amor la obediencia a las leyes, más todavía de lo que las mantiene la fuerza.
(...)
El derecho natural es aquel que la naturaleza indica a todos los hombres. (...) El derecho humano no puede estar fundado en ningún caso más que sobre este derecho de naturaleza; y el gran principio, el principio universal de uno y otro, es, en toda la tierra: "No hagas lo que no querrías que te hiciesen".
(...)

Es interesante el capítulo en el que se centra en exponer cómo múltiples religiones coexistieron durante el Imperio Romano, y resulta pues cuestionable el que los primeros cristianos se convirtieran precisamente en mártires simplemente por seguir su fe, o incluso ni siquiera por enseñar y difundir sus creencias. Por tanto, más bien esos mártires que fueron ajusticiados por los romanos, lo serían por ser agitadores.

Es imposible creer que haya habido nunca una Inquisición contra los cristianos bajo los emperadores, es decir, que hayan ido a sus casas para interrogarlos por su creencia. Nunca se molestó sobre ese punto ni a judío, ni a sirio, ni a egipcios, ni a bardos, ni a druidas, ni a filósofos. Por tanto, mártires fueron aquellos que se alzaron contra los falsos dioses. No creer en ellos era cosa muy prudente, muy piadosa; pero, en última instancia, si, no contentos con adorar a un Dios en espíritu y en verdad, se rebelaron violentamente contra el culto recibido, por más absurdo que pudiese ser, forzoso es confesar que ellos mismos eran intolerantes.
(...)
Lo digo con horror pero con franqueza: ¡somos nosotros, cristianos, los que hemos sido persecutores, verdugos, asesinos! ¿Y de quién? De nuestros hermanos.
(...)
Cuanto más divina es la religión cristiana, menos corresponde al hombre imponerla; si Dios la hizo, Dios la sostendrá sin vos. Sabéis que la intolerancia no produce más que hipócritas o rebeldes: ¡qué funesta alternativa! ¿Querríais, por último, sostener mediante verdugos la religión de un Dios al que unos verdugos hicieron perecer, y que sólo predicó dulzura y paciencia?
(...)
Si queréis pareceros a Jesucristo, sed mártires, y no verdugos.
(...)
Cuando los hombres no tienen nociones sanas de la Divinidad, las ideas falsas las suplen, lo mismo que en tiempos de desgracia se trafica con moneda falsa cuando no se tiene la buena. (...) En todas partes donde hay una sociedad establecida se necesita una religión; las leyes velan sobre los crímenes conocidos, y la religión sobre los crímenes secretos.
(...)
La superstición es a la religión lo que la astrología a la astronomía, la hija muy loca de una madre muy cuerda.
(...)
La naturaleza dice a todos los hombres: os he hecho nacer a todos débiles e ignorantes, para vegetar unos minutos sobre la tierra y para abonarla con vuestros cadáveres. Puesto que sois débiles, socorreos; puesto que sois ignorantes, ilustraos y toleraos.

La edición que he leído ha sido publicada por el periódico "El Mundo" en 2011. Mauro Armiño recoge en su prólogo que, 24 años después de este "Tratado sobre la tolerancia" escrito por Voltaire, la convocatoria de los Estados Generales iniciaba el proceso de la Revolución Francesa, que en su Declaración de los derechos del hombre decreta la igualdad de todos los ciudadanos: "Ninguno puede ser inquietado por sus opiniones, incluso religiosas".

viernes, 3 de junio de 2011

El viaje a la felicidad

Alrededor de los treinta años, el ser humano ya ha cumplido, como el resto de los animales, el objetivo fundamentalmente de la vida: alimentarse, crecer y sobrevivir el tiempo suficiente para reproducirse y perpetuar la especie.
Pero la esperanza de vida en el ser humano supera los setenta años. ¿Qué hacer con el resto de tiempo añadido que tenemos, después de haber cumplido nuestro objetivo principal de cualquier ser vivo? ¿Cómo llenamos ese tiempo extra que tenemos? ¿Lo malgastamos, o lo disfrutamos? ¿Lo sufrimos? ¿Cómo es posible que en las sociedades prósperas que hemos construido los niveles de infelicidad estén en aumento y encima tengamos una esperanza de vida que duplica los treinta años necesarios? ¿Tendremos unos cuarenta años de infelicidad?
Estas son las preguntas iniciales más interesantes que, a mi entender, plantea Eduardo Punset en este libro. Y sus respuestas son igual de interesantes:
  • Los seres humanos somos capaces de imaginarnos un futuro estresante, infeliz, doloroso, sin ni siquiera tener motivos para que así fuera.
  • No somos seres sólo racionales, sino también emocionales, y para que haya éxito es necesario que tengamos un proyecto emocionante.
  • Hay más felicidad en la anticipación del resultado proyectado, que en el resultado mismo.
Un libro recomendable, para leer despacio, para releer una segunda vez igual de despacio que la primera.