Cada ser humano es como los demás seres humanos, como algunos otros seres humanos y como ningún ser humano.
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sábado, 29 de junio de 2013

Venir al mundo

Las tres edades de la mujer, de Klimt (1905)
GALERÍA NACIONAL DE ARTE MODERNO
DE ROMA
Un rey de la antigua Persia subió al trono muy joven, lleno de grandes deseos. Con ganas de aprender, convocó a los sabios de la corte y les encargó que escribieran para él un resumen de la historia de la humanidad. Los sabios pusieron manos a la obra, que les llevó treinta años. Concluida la redacción cargaron sus quinientos volúmenes en doce camellos y se dirigieron a palacio. Pero el rey, que ya era cincuentenario, dijo: "No tendré tiempo de leerlos en lo que me queda de vida. Hacedme una edición abreviada". El equipo de sabios reanudó su labor. Al cabo de diez años trajeron a palacio el resumen solicitado. Esta vez con tres camellos para acarrear los volúmenes. Pero el rey, ya sexagenario, se sentía sin fuerzas para tanta lectura. Y volvió a encargar otra versión aún más corta. Tardaron diez años en componerla y bastó un solo camello para transportarla. Pero, entretanto, la vista del rey se había debilitado. Necesitaba algo mucho más breve. Otros cinco años de trabajo y la obra quedó reducida a un solo volumen. Pero el rey yacía en cama enfermo. Entristecido, les dijo: "¿Es que voy a llegar al final sin haber podido aprender la historia del camino humano?". Entonces el más anciano de los sabios se acercó a su cabecera y susurró en voz baja: "Majestad, todo se puede reducir a tres palabras: los humanos nacen, sufren y mueren". El rey asintió con un gesto y, en ese momento, expiró.
Recogido en J. Masiá: Para ser uno mismo. De la opacidad a la transparencia

Los tres momentos que definen la vida humana son el nacimiento, el decurso vital y la muerte. Pero no son tres fases o tres momentos sucesivos, sino que se copertenecen en una unidad radical. Preguntar por la vida humana es preguntarse por la caracterización de cada una de estas tres fases y por la unidad radical entre ellas.

1. La experiencia del nacimiento
El nacimiento es el comienzo de mi vida. Supone "mi entrada" en el mundo y es un acto del que yo no tengo experiencia: sí poseo noticias por narraciones o imágenes objetivadas, pero no experiencia propia, es decir, no está en mi memoria. Y, además, es algo "con lo que me encuentro": me encuentro con vida, "ya nacido".
El nacimiento muestra también que mi vida no me la he dado yo, sino que depende de otras vidas. No me sitúo yo en el mundo, sino que "me ponen" en él. Nacer es así recibir de otros una herencia, en un primer momento biológica, más tarde cultural. El nacimiento supone ser engendrado: provengo de..., vengo de... La expresión "venir de..." designa una ligazón original; revela la conciencia brumosa de ser dependiente de otros seres y deberles mi ser. Esta conciencia, poco clara, no queda abolida por la progresiva autonomía. Además, es la conciencia de que surge el sentimiento de afiliación.
El nacer posee dos caras: se nace a algo desde algo. Es la experiencia de un origen y, a la vez, de un destino. Es un proceso marcado por la desvinculación de la madre, con lo que representa, y la inmediata vinculación a un mundo.

2. Inscripción y vinculación al mundo
Nacer no es un acontecimiento cualquiera de mi vida, es el punto cero a partir del cual fecharé todos los acontecimientos posteriores. Pero para que eso sea posible se necesita datar, inscribir y nombrar al recién nacido; para lo cual serán fundamentales los procesos de datación, inscripción y nominación de que disponen las diferentes culturas.

Gracias a la inscripción recibo un nombre propio, se me vincula a un lugar geográfico y se me sitúa en el tiempo (mi fecha de cumpleaños); actualmente se hace en el registro civil, aunque en todas las culturas y épocas encontraríamos procedimientos parecidos. Estos tres indicadores van a permitir que mi vida y mi tiempo se entrelacen con la vida y el tiempo de la historia y del mundo.

3. Una filosofía del nacer
No suele ser común entre los filósofos la reflexión sobre el nacimiento. De hecho, es más frecuente que traten el tema de la muerte. Parece que es más propio pensar sobre lo que nos amenaza, lo aún por llegar, que sobre lo concluido y ya siempre detrás, el nacimiento.

sábado, 22 de junio de 2013

¿Una cuestión de palabras? Reivindicación del término "persona"

1. Importancia de los términos
A la filosofía le ha interesado desde sus comienzos el uso apropiado de los conceptos, pues detrás de cada término hay muchas referencias y connotaciones que pueden llevar a error o producir confusión. El análisis de términos es muy importante, sobre todo cuando utilizamos aquellas nociones fundamentales que han vertebrado durante siglos el pensamiento sobre el ser humano. ¿Cómo hablar de nosotros mismos? ¿Qué término es el más apropiado? ¿Ser humano? ¿Individuo? ¿Conciencia? ¿Yo? ¿Sujeto? ¿Persona? ¿Alma? ¿Espíritu? Detrás de cada una de estas nociones hay todo un mundo de sentido que es preciso analizar y tener presente para ser conscientes del uso que hacemos de las palabras.

2. Sentidos de los conceptos

 Seres del mundo: "individuo" y "ser humano" 
Probablemente éstos son los términos más neutros, pero no por ello menos problemáticos. El término "individuo" hace referencia a aquello que no se puede dividir y es distinto de otro. Individuos son los diferentes elementos de un conjunto. Este término toma un sentido negativo al oponerse a persona.
El término "ser humano" pone de relieve la dimensión biológica de nuestra constitución: somos un ser (algo más en el mundo), pero especial (por su carácter humano). Tiene la ventaja de ser un término neutro, pero es vacío. Se debe especificar, si queremos decir algo, lo que se entiende por "humano" o "humanidad".

 Centros de sentido: "yo", "conciencia" y "sujeto" 
Estos conceptos hacen referencia a un centro que unifica nuestra personalidad. El "yo", como pronombre personal, se refiere al ser humano designándose a sí mismo como ser consciente. Frente a nuestro ser consciente se presentan toda una serie de objetos, por eso podemos referirnos a nosotros mismos como sujetos.
Son tres conceptos intercambiables que poseen una multitud de sentidos, muchos de ellos dados por la propia tradición filosófica. Conviene tener en cuenta que:

  • El término "yo", más allá de su uso pronominal, tiene implicaciones egoístas, está muy presente en nuestra cultura y puede conducir, filosóficamente hablando, al individualismo, al subjetivismo y, si se radicaliza la postura, al solipsismo (esto es, la única realidad existente con certeza es el propio yo, solus ipse).
  • El término "sujeto" hace hincapié en el lado pasivo de la acción humana: somos sujetos de algo que se nos hace, que nos afecta, etc.
  • El término "conciencia" es uno de los más difíciles de definir. Puede tener un sentido psicológico o un sentido moral. Desde los planteamientos de las ciencias cognitivas, apela por sí mismo a la cuestión de la identidad personal. De hecho, es uno de los términos más utilizados actualmente en los debates filosóficos y científicos.
 Más allá de lo material: "alma" y "espíritu" 
Estos dos conceptos, de orígenes y usos muy distintos, tienen en común el intentar hablar de nosotros mismos destacando una dimensión más allá de lo físico. Sin embargo, son términos insuficientes, porque no nos definen plenamente.

 Plenitud de humanidad: "persona" 
El término procede del griego prosopon y del latín persona. Significa, etimológicamente, máscara del teatro; más tarde, pasó a designar al personaje que la portaba. En su sentido habitual es una de las nociones más apropiadas para hablar de nosotros mismos, pues al reconocimiento de la individualidad, identidad y conciencia, añade un sentido moral propio del ser humano, a la vez que se reconoce su existencia in-corporada e histórica.

3. Reivindicación del término "persona"
Persona es el término más exacto para describir lo que somos. Es preferible a otros como "conciencia" o "sujeto". Además pone de manifiesto lo expresado en los otros términos, superando al mismo tiempo su visión parcial: centros de sentido, seres mundanales y no sólo seres materiales. Este término es un precipitado de muchas tradiciones filosóficas que van desde la filosofía medieval cristiana hasta el personalismo actual, pasando por Kant (siglo XVIII).

La persona es el volumen total del hombre. Es un equilibrio en longitud, anchura y profundidad, una tensión en cada hombre entre estas tres dimensiones espirituales: la que sube desde abajo y la concreta en una carne, la que se dirige hacia lo alto y la eleva a lo universal y la que se extiende en lo ancho y lo dirige a una comunión. Vocación, encarnación y comunicación son las tres dimensiones de la persona.
E. Mounier, Revolución personalista y comunitaria

Una persona es un ser espiritual constituida como tal por una forma de subsistencia y de independencia en su ser; mantiene esta subsistencia en su adhesión a una jerarquía de valores libremente adoptados, asimilados y vividos en un compromiso responsable y en una constante conversión; unifica así toda su actividad en la libertad y desarrolla por añadidura, a impulsos de actos creadores, la singularidad de su vocación.
E. Mounier, Manifiesto al servicio del personalismo


Mi persona es una realidad cuyo carácter absoluto está de alguna manera codeterminado por refluencia [influencia], por otras personas, por otros absolutos.
X. Zubiri, El hombre y Dios

domingo, 16 de junio de 2013

El ser humano: ¿qué es o quién es?

Narciso, de Caravaggio (1600)
Óleo sobre lienzo, se encuentra
en la Galería Nacional de Arte
Antiguo de Roma
Seguramente no nos conformamos con decir que el ser humano tiene unos orígenes biológicos, tampoco con afirmar que necesita de la cultura para constituirse o que su cerebro es un instrumento prodigioso. No nos conformamos porque no estamos preguntando por "una cosa más del mundo". Estamos interrogando por algo que es un alguien, un qué que es un quién. El ser humano, cada uno de nosotros, tiene una historia, una biografía, es decir, tiene una identidad. ¿Quién soy? Nunca una pregunta tan sencilla fue tan universal y, por eso mismo, tan filosófica. La respuesta la tenemos que encontrar cada uno de nosotros.

1. La vida humana
El ser humano es fruto de múltiples encuentros y relaciones. En primer lugar, somos resultado de una lenta evolución biológica, tanto a nivel filogenético como ontogenético. En segundo lugar, somos producto de las influencias culturales, las cuales condicionan nuestro vivir. Por último, nuestro cerebro es a la vez producto de la evolución biológica y de la evolución cultural. Pero no sólo somos "productos", no sólo "somos hechos", sino que también tenemos que hacer algo con aquello que ya somos, con lo que heredamos bioculturalmente. La vida humana es precisamente el proceso por el cual realizamos algo con aquello que la naturaleza y la cultura han hecho de nosotros. Tenemos unos orígenes, pero también tenemos unas originalidades que se van a mostrar tanto como especie como en cuanto individuos. Cada uno de nosotros, y el ser humano en general, es fruto de una tensión vivida entre orígenes y originalidades.

2. De los orígenes a las originalidades
El cuerpo humano muestra perfectamente esa tensión entre orígenes y originalidades. Por un lado, puede ser descrito en términos objetivos, porque se nos presenta como algo exterior; pero, por otro lado, es peculiar, porque es una realidad vivida, experimentada y sentida. Por este motivo, no sólo decimos que "tenemos un cuerpo", sino que "somos un cuerpo"; no es sólo un instrumento que pueda utilizar, es también mi forma de ser, yo mismo. El cuerpo humano tiene, por tanto, un valor y un significado únicos, pues posee un doble aspecto: interioridad y exterioridad. Se trata de una realidad en la que se muestra nuestra doble pertenencia: conciencia y realidad física.
El ser humano es un cuerpo que, poco a poco, va haciéndose libre y determinándose desde una serie de condicionamientos circunstanciales. Gradualmente, y contemplado los miles de años del proceso evolutivo, el "yo" va emergiendo. El cuerpo se va haciendo más personal, pues no soy sólo un cuerpo que vive, sino un cuerpo que se vive, inserto en el mundo, pero con la capacidad de distanciarme de él. Soy un cuerpo que dice "yo".
Es precisamente este carácter bifronte y ambiguo el que permite que el cuerpo pueda ser considerado como expresión de intimidad, forma de comunicación y lenguaje, principio de instrumentalidad y, por último, condición de nuestra propia vida.


Marcel Marceau (1923-2007)
3. La filosofía y el estudio del cuerpo
La filosofía más reciente ha prestado una especial atención al tema del cuerpo, centrándose, sobre todo, en:

  1. El modo de existencia revelado por el cuerpo: al analizar el cuerpo comprendemos nuestra forma de ser. Por una parte, somos distintos del mundo y, por otra, formamos parte de él. Es una característica extraordinaria: ser cosa entre cosas y ser yo (pensamiento).
  2. La función comunicativa del cuerpo: permite la comunicación con los otros y el conocimiento de que ellos son otros como yo. Éste es el fundamento de la "simpatía", es decir, de la comunicación con el otro más allá del lenguaje, que va desde la forma de mover o adornar el cuerpo hasta la sexualidad.
  3. La "llamada" del cuerpo: el cuerpo del otro permite que conozca sus necesidades, su presencia y sus deseos. Su "rostro" posibilitará la relación ética. La interpelación de una realidad-rostro es distinta a la de una realidad-cosa, la cual, posteriormente, podrá ser o no desoída.
4. Somos cuerpo
Un tema de capital importancia filosófica es la relación que guardamos con nuestro cuerpo, es decir, la experiencia de nuestra propia corporalidad. No podemos decir que tenemos un cuerpo igual que tenemos un ordenador o un martillo. Sin embargo, parece que podemos objetivarlo y hablar de él como un objeto del mundo. ¿Qué tipo de realidad es la del cuerpo? ¿Cómo explicarlo sin traicionar ninguna de sus dimensiones?

El estudio del cuerpo humano ha de conjugar la contribución de las ciencias, investigadoras del "cuerpo que tenemos", con la de la filosofía, reflexión sobre el "cuerpo que somos". Tal estudio interdisciplinar conlleva una tensión peculiar entre lo que podemos llamar nuestros orígenes biológicos y nuestras originalidades humanas. En efecto, la originalidad del cuerpo humano brota de unos orígenes corporales, tanto en la aparición de la especie humana dentro del marco de la evolución biológica, como en la configuración del cuerpo humano individual a lo largo del proceso de embriogénesis. Es cierto que el lenguaje, la técnica, la libertad o el amor son originalidades humanas, pero no es posible referirse a ellas prescindiendo de sus orígenes corporales y biológicos. No podemos hablar sobre la actividad mental y personal prescindiendo de sus orígenes corporales y biológicos. No podemos hablar sobre la actividad mental y personal prescindiendo del sistema nervioso. Por más que insistamos en los rasgos espirituales de una sonrisa comprensiva y cariñosa, nada quedará de ella si prescindimos del rostro, músculos, gestos o mirada, en que se encarna. En el ser humano, aun lo más espiritual es corporal. ¿Qué queda de mi cuerpo, si deja de ser el cuerpo de una persona? Un cadáver o unos restos; un cuerpo muerto ya no es un cuerpo.
J. Masiá y T. Domingo, 10 palabras clave en la filosofía de lo humano

No "mi cuerpo y yo", sino "mi cuerpo:yo". No la autoafirmación de un "yo" para el cual algo unidísimo a él, pero distinto a él, el cuerpo, fuese dócil o rebelde servidor -eso lleva dentro de sí, implícitamente, la expresión "mi cuerpo"-, sino la autoafirmación de un cuerpo que tiene como posibilidad decir de sí mismo "yo".
La expresión "mi cuerpo" presupone la existencia de un centro extra y supracorpóreo -lo podemos llamar "mi ser"-, desde el cual afirmo que mi cuerpo es mío, que me pertenece; en definitiva, que yo tengo un cuerpo, el mío, perteneciente sin duda a mi ser, pero no tan íntima y esencialmente como ese centro desde el cual, diciendo "yo", y más aún diciendo "yo mismo", estoy proclamando mi íntima identidad personal, mi realidad como persona. Pues bien, este común modo de hablar, del cual parece ser tácito presupuesto una concepción dualista -alma y cuerpo, espíritu y materia, mente y cerebro- de la realidad del hombre, ¿expresa el hecho de que sea intrínsecamente dual nuestra realidad como hombres? Yo me atrevo a pensar que la conciencia de un "yo" extra y supracorpóreo al cual pertenece un organismo corporal no es un dato inmediato de la conciencia. Y puesto que hablo en castellano, seguiré diciendo "mi cuerpo" cuando me refiera a éste que aquí y ahora piensa y escribe, pero con la íntima convicción de que quien dice "mi cuerpo" es un cuerpo a cuyo específico modo de ser, el humano, pertenecen la conciencia de autoposesión y la capacidad para la autoexpresión.
P. Laín Entralgo, Cuerpo y alma (adaptado)

domingo, 9 de junio de 2013

Pedro Laín Entralgo: el misterio del cuerpo y el alma

Pedro Laín Entralgo (Teruel, 1908 - Madrid, 2001) es uno de los grandes pensadores españoles del siglo XX. Médico y humanista, fue catedrático de historia de la medicina, rector de la Universidad Complutense de Madrid (1950-1954) y director de la Real Academia Española (1982-1987). Su estudio sobre la historia de la medicina y la antropología médica le ha llevado a proponer una concepción "estructurista" en la relación entre la mente y el cerebro, según la cual la conciencia sería una actividad propia del grado de complejidad alcanzado por la estructura física que es el cerebro. Su teoría del cuerpo es, en el fondo, un intento de explicar el misterio del hombre.

1. El estructuralismo de Laín
Laín Entralgo es uno de los autores que han abordado con más profundidad este problema, desde una perspectiva antropológica. Sus aportaciones son fundamentales para comprender la cuestión filosófica del problema mente-cerebro en la actualidad.
Propone una teoría emergentista en la que considera que la materia es capaz de "dar de sí", de manera que lo que ella produce es cualitativamente y específicamente diferente de todo lo anterior. Así, el cerebro humano produce la inteligencia humana, que es distinta e irreductible a su origen físico.
Laín denomina a su propia postura estructurismo, pues parte de la concepción del cerebro como estructura parcial dentro de la estructura total del cuerpo humano y, por tanto, como parte de la actividad del organismo humano en su totalidad. No se trata de que el cerebro, por más que sea un órgano importante, actúe como "rector" del resto del cuerpo, sino de que la vida del cuerpo requiere la existencia de un órgano que se haga consciente del mundo y pueda decidir las acciones personales a llevar a cabo. Existe pues una vinculación entre la actividad del cerebro y la de otros órganos, que están en mutua interacción: un cuerpo sin cerebro no es un ser humano, y tampoco lo es un cerebro sin cuerpo.

2. El cuerpo como un todo
Las propiedades del cerebro no son una mera suma y combinación de las partes que lo componen. La estructura del cerebro va constituyéndose paulatinamente en el desarrollo del embrión, y así va enriqueciéndose y diversificándose el conjunto de propiedades. Además, todas esas características y funciones que el cerebro ejecuta constituyen un resultado diferente de lo que cada una de ellas son por separado (es decir, el todo es más que la suma de las partes) y tienen una cierta unidad estructural. Laín explica esto con el ejemplo de una bandada de grullas: la variación en la dirección del vuelo de un grupo de grullas que avanzan en formación triangular responde a una alteración atmosférica percibida por las grullas situadas en la cabecera de la formación, esa información se transmite por medio de ciertas señales al resto de la bandada y el resultado es un cambio de todo el grupo en la dirección más conveniente. Esa posibilidad biológica es propia de la especie y, a pesar de estar inscrita en cada individuo (código genético) y ser modulada de forma individual, da lugar a una conducta colectiva. Algo parecido podría decirse del cerebro: un área cerebral se activa y produce millones de conexiones sinápticas que hacen que el cerebro funcione de modo unitario, como un todo. Esta complejidad estructural y dinámica es lo que permite el pensamiento y la inteligencia humanos, y también la que posibilita percibir la identidad de la existencia propia a lo largo del tiempo, es decir, la autoconciencia.



Por eso puede afirmar Laín que el ser humano lo es con toda su realidad corporal, pero es lo que es y vive como vive por obra de su cerebro.

3. La pregunta por la conciencia
Laín se pregunta por la conciencia en diálogo con la filosofía y con las ciencias. Esta actitud de búsqueda frente al misterio del cuerpo y el alma es, según este autor, una de las peculiaridades del trabajo filosófico.

Tal como la veo, la conciencia humana es una de las actividades propias del nivel alcanzado por una determinada estructura dinámica, la de nuestro cuerpo, dentro de la total evolución del dinamismo cósmico; actividad en cuya virtud esta estructura se percata de su propia realidad y de la realidad del mundo, puede hacer su vida de un modo personal y, dentro de los límites inherentes a su condición finita, poseerse a sí misma y concebir lo que la rebasa. Pienso, por consiguiente, que el sujeto agente de esa actividad es la estructura misma en su totalidad -también los dinamismos muscular, cardíaco y hepático tienen parte en ella, y así lo demuestra el hecho de la cenestesia-, pero centralizada en la particular estructura funcional del cerebro y regida por ella. La actividad del cerebro no es causa instrumental de un alma capaz de autoconciencia, pero no consciente de sí misma, ni causa exigitiva de una instancia ontológicamente superior a ella; la actividad consciente del cerebro -la peculiaridad modal de los actos psicoorgánicos a que damos el nombre de "conscientes"- es la conciencia misma.
P. Laín Entralgo, Ser y conducta del hombre

Cuando se enfrenta con ultimidades, la mente humana se ve forzada a optar entre dos términos: la utópica, irrealizable esperanza en el saber del porvenir, y la atribución de un carácter últimamente enigmático a la realidad, cualquiera que sea el modo en que se nos presente. Que la meta de esa utopía es inalcanzable, claramente lo demuestra el hecho de que haya existido y siga existiendo una historia del pensamiento. Desde los presocráticos hasta hoy vienen persiguiendo los filósofos una respuesta definitiva a la pregunta por lo que la realidad sea, y no parece que tal intento pueda tener fin; con toda explicitud escribió Aristóteles que nunca acabarán los hombres de preguntarse por el ser. "Lo último será siempre incierto, y lo cierto siempre será penúltimo", he dicho más de una vez.
Pero afirmar la radical enigmaticidad de lo real no equivale a declarar inútil el intento de penetrar intelectualmente en ella. La verdadera grandeza intelectual del hombre y una parte esencial de su grandeza ética se la da el esfuerzo de moverse hacia el progresivo conocimiento de lo real y enigmático, crea o no crea en la posibilidad metahistórica de lograr su empeño.
P. Laín Entralgo, Idea del hombre (adaptado)

viernes, 7 de junio de 2013

Amelia Valcárcel: "Descartes: poner el mundo en pie"

En EL PAÍS de hoy 7 de junio, la catedrática de Filosofía Moral y Política de la UNED, la profesora Amelia Valcárcel, publica un artículo de opinión con el título "Descartes: poner el mundo en pie".

Los proemios son declaraciones de intenciones y tenemos por cierto que siempre son buenas. El de la Ley de Educación también. Cuenta que el aprendizaje "va dirigido a formar personas autónomas, críticas con pensamiento propio". No añade "que no sepan quién es Platón, Descartes ni Kant", pongamos por caso. Eso que no dice, sin embargo, es lo que sucedería si el asunto no se arregla. Y bien pudiera ocurrir que alguien se preguntara por qué hay que saberse esos nombres. La razón es elemental: sucede que son nuestros primeros maestros en eso de ser personas autónomas, etcétera, etcétera. Escribimos con sus palabras y pensamos con los esquemas que nos proveyeron.
El pensamiento es la energía más sutil y necesaria de cuantas existen. Una cosa hay que decir, además: es una energía cara. Para producir personas capaces de generarla necesitamos todo el completo sistema educativo, que cuesta mucho, y una sociedad que, con confianza, lo pague. En esos largos años en que nos educamos aprendemos una larga cantidad de cosas que tienen de suyo el ser inútiles. Las ciencias no son inmediatamente útiles, aunque puedan tener muy buenos resultados. Quienes las cultivan lo hacen porque les gusta. Aristóteles fue el primero que sepamos que se paró a pensar qué hacía diferente a las habilidades de los saberes. Había gente habilidosa que sabía hacer cosas, edificios, muebles... y otra que sabía quedarse con la idea. Los primeros solían ser buenos albañiles y los segundos eran algo más. Aquellos griegos, como estaban edificando mucho y bien, tenían afición a ejemplificar con los arquitectos.
Volvamos a los que sabían ese "algo más". Estaba claro que no era útil el "algo más". La utilidad quedaba para hacer las cosas, pero pensarlas exigía un cierto talento y entrenamiento en dejar vagar el pensamiento en libertad. Sigo con Aristóteles porque lo tenía muy claro. Las teorías, las ciencias, son hijas del ocio, de la falta de presión, del haber superado el diario buscarse la vida. Así lo cuenta en la Metafísica: "Las teorías se desarrollaron allí donde primero pudieron los hombres tener ocio, vagar; por eso las matemáticas aparecieron en Egipto donde tenía ocio la gente sacerdotal". El verbo que emplea para decir "vagar o no trabajar con las manos" es esjolaso, una palabra interesante porque de ella sacaron los romanos schola y nosotros "escuela". Si no hay tiempo de libertad no hay matemáticas, ni teoría alguna.
Es cosa sabida que el mundo antiguo, que nos enseñó a vivir, porque seguimos siendo un remedo y herencia del Imperio Romano, no tenía universidades. Había maestros afamados que abrieron escuelas donde se recibían las gentes de condición aristocrática y futuros gobernantes. La de Posidonio en Rodas llegó a ser la mejor. Pero no había enseñanzas regladas, exámenes ni títulos. Simplemente, un alguien que fuera a tener un gran papel en el mundo debía, imperiosamente, haber pasado una parte de su vida practicando ese verbo que Aristóteles escribe, vagando, haciendo un acúmulo de teoría, lo que significa de conocimientos y por ende debates no inmediatamente útiles. Ya sabría esa persona sacarles utilidad cuando, madura, tuviera ocasión para ello.
Bien pensado, aquí seguimos esa estela: durante nuestra primera y media formación aprendemos una larga serie de cosas que probablemente usemos muy pocas veces. Nociones de casi todo, de las dichas matemáticas, de gramática, de geografía, de física, de historia, de cristalografía o de prehistoria... que no usaremos probablemente nunca. Pero nos gusta saber que se quedan ahí, porque son además como escalones que nos permitirán acceder después a otros saberes más complejos. Nos vamos entrenando, por así decir.
De entre esas cosas algunas son extrañas y la filosofía es la más extraña. Porque es un saber del que muchas sociedades han prescindido. Para hacernos clara cuenta de su profundidad debemos estudiar detenidamente su historia, que es fascinante. Nace con Grecia y nos acompaña desde entonces, cambiando y modulándose sin descanso, con unas teorías subiendo sobre otras hasta componer un edificio asombroso al que conocemos por el nombre de pensamiento. Porque no es cierto que la filosofía enseñe a pensar. A pensar nos entrena, pero nos enseña, sobre todo, lo pensado, lo que ha sido pensado y su por qué. En un enorme flujo de ideas y de argumentaciones que, en volandas, nos ha traído hasta nuestro presente. En realidad navegamos sobre él. En la cabeza de cualquier persona culta bullen pensamientos que alguna vez se sumaron a ese río enorme. Los tomamos por nuestros, y lo son, pero nos los proporcionaron quienes nos precedieron. Todos estos pensamientos están, además, vivos, y mantienen entre ellos los amores y aversiones con que salieron de sus primeras fábricas. Disputan.
A veces lo peculiar de nuestra tradición nos sorprende: parece un enorme e insensato derroche de inteligencia. Pero luego nos damos cuenta de que, con toda esa masa, hemos hecho cosas. No son solamente ideas, sino instituciones, comportamientos, reglas y costumbres. Parte de nuestra política se la debemos a Locke, de nuestro sentido del humor, a Voltaire, de nuestra manera de tratar a los demás, a Kant, de lo que entendemos por vivir bien, a Epicuro. Eso nos sucede porque ese saber está intrínsecamente vinculado a lo que somos, nos ha moldeado en realidad. Para confesarlo todo, hay que decir que somos la primera humanidad producto de un diseño del cual las ideas filosóficas fueron las principales autoras. Somos una "humanidad pensada", el resultado de la imaginación ética y política de quienes dieron el gran salto que nos separó del mero sucederse natural. Nuestra concepción se realizó en las poderosas mentes que dieron camino a la Modernidad. Y sabemos lo que es la Modernidad porque nos hemos hecho cargo de ese enorme monto reflexivo en que consistimos.
La historia de las ideas, la historia de la filosofía, es la historia de lo que somos y de por qué lo somos. Está todo ahí. De Spinoza a Darwin; de Hegel a Freud. De Tocqueville a Beauvoir. En el pensamiento casi ningún camino es imposible. La filosofía no solo forma parte del núcleo duro de las humanidades, sino que es la raíz misma de aquello en que nuestra civilización consiste. Su historia es nuestra historia. Cuando nos narramos, cuando queremos saber y decir quiénes somos, debemos invocarnos como progenie de Sócrates, de Platón, de Hume, de Montesquieu, en fin, de cuantas innovaciones conceptuales, institucionales y morales nos han traído al momento presente.
Por esa persistente peculiaridad, la filosofía y su historia forman parte del saber de una persona que haya recibido un cierto monto de educación, como lo vemos aquí y en nuestro entorno. No siempre las entendemos al completo, pero sabemos que nos hablan de asuntos profundos que debemos guardar y transmitir. Venimos de ahí; somos lo que somos por ese origen. No somos súbditos ni adoradores, aunque obedezcamos y quizás oremos, sino gentes de las ideas. Ellas son nuestros muros firmes. Descartes nos puso de pie. Y así, como nos puso, debe ser contemplado el mundo. Eso lo tenemos que seguir sabiendo y transmitiendo. Que Descartes no es lo que sobra cuando queremos prescindir utilitariamente de algo, sino el filósofo que, fiado solo en la razón, nos puso en el mundo de pie.
Y no puede llegar a ocurrir que ante la mención de su nombre, u otro cualquiera de los grandes nombres de esa espléndida historia, alguien rezongue o responda "¿Quién?..., ¿mande?".