domingo, 4 de marzo de 2018

Aprendizaje y conductas innatas

En general, se acepta como definición de aprendizaje una modificación estable de la conducta adquirida a lo largo de la vida. Desde otro punto de vista, más centrado en lo mental que en lo conductual, también cabe considerar como aprendizaje el proceso mediante el cual interiorizamos una serie de conocimientos y habilidades intelectuales.
Los científicos que estudian la conducta animal distinguen entre conductas innatas y conductas adquiridas o aprendidas. La evolución avanza en el sentido de alcanzar una autonomía cada vez mayor del individuo respecto del medio (una mayor plasticidad y adaptabilidad del organismo). Este hecho se traduce en que las especies más evolucionadas son capaces de aprendizajes más complejos, especialmente en aquellas en que la proporción de conductas aprendidas es más alta en relación con las conductas innatas.
Es esencial destacar que las conductas no aprendidas o innatas tienen siempre un valor supervivencial evidente cuya complejidad está en relación directa con el desarrollo evolutivo (cerebral) de la especie estudiada.

1. Reflejos incondicionados
Si pones la mano sobre el fuego o un objeto muy caliente, la retiras inmediatamente. Si te preguntan por qué, responderás "porque me he quemado", pero si por "quemarse" entiendes sentir un cierto tipo de dolor, la verdad es que tu respuesta no describe exactamente lo que ha ocurrido. ¿Por qué? Porque ya antes de sentir dolor, la mano había iniciado su retirada. A este tipo de conductas, automáticas e involuntarias, en las que no interviene la corteza cerebral, se les llama reflejos. 
¿Qué son, entonces, los reflejos incondicionados? Son respuestas innatas, elementales e inmediatas que el organismo emite ante determinados estímulos; por lo general no afectan a todo el cuerpo, sino sólo a una parte de él.
En el reino animal encontramos muchos ejemplos de reflejos: si a un pulpo vivo le seccionamos uno de sus tentáculos, éste continúa moviéndose durante cerca de una hora; algo parecido ocurre con la cola de reptiles como la lagartija. Se han realizado múltiples experimentos con animales en los que cerebro y médula han sido separados (ranas, gatos, ratas, palomas, etc.), comprobándose la conservación de los reflejos en tales condiciones.
La estructura fisiológica responsable de los reflejos es el circuito o arco reflejo, constituido por:
  • Receptor sensorial (células que reaccionan ante la estimulación).
  • Neuronas aferentes, que transmiten el impulso nervioso hasta el centro de control (médula, tronco encefálico o cerebelo).
  • Neuronas de conexión, situadas en dicho centro.
  • Neuronas eferentes o motoras, que conducen el impulso hasta el músculo o víscera correspondiente.
En el siguiente recuadro aparecen algunos ejemplos de reflejos presentes en el ser humano y del centro nervioso responsable de su aparición.




2. Instinto
Se diferencia del reflejo por su mayor complejidad: un instinto no es una reacción puntual ante un estímulo, sino una forma de comportamiento habitual en una especie que afecta al organismo entero y no sólo a una parte de él. Por tanto, en la conducta instintiva interviene necesariamente el cerebro como principal centro de coordinación.
Los rasgos que definen una conducta instintiva son:
  • Innata, es decir, transmitida genéticamente y no aprendida.
  • Estereotipada: consiste en pautas fijas, invariables en su forma y orden de ejecución.
  • Específica: común a todos los miembros de una especie.
  • Se desencadena automáticamente ante ciertos estímulos y, una vez iniciada, continúa hasta su terminación.
  • Tienen un claro valor supervivencial, unas veces referido al individuo y otras a la especie.
3. Impronta o troquelado
El etólogo Konrad Lorenz comprobó lo fácil que era para cualquiera convertirse en "madre" de unos gansos recién nacidos: bastaba con asegurarse de ser el primer objeto móvil que vieran al salir del huevo. Desde ese momento le seguirían a todas partes, como los gansos "normales" hacen con su madre biológica.
La conducta de apego de los recién nacidos responde al mismo esquema: aunque generalmente va dirigida hacia sus progenitores reales, puede cambiar su objeto con gran facilidad. Algunos experimentos con monos prueban que esta "madre" no tiene que ser necesariamente un ser vivo, basta un muñeco cubierto con una capa de pelo y dotado de calor o de algún tipo de movimiento.
La impronta o troquelado (en inglés, imprinting) puede definirse como "aprender a reconocer un estímulo, al principio de la vida, para desencadenar ante él una respuesta innata". En la impronta se da una combinación de innatismo y aprendizaje, aunque predomina claramente el primero: el individuo nace con una predisposición innata a responder a un estímulo de cierto tipo y a fijar como definitivo el primero que se perciba.
Como característica de la impronta podemos señalar:
  • Su periodo sensible, esto es, el tiempo en que puede adquirirse, suele ser breve (unas pocas horas en el caso de las aves, unos días o semanas en el de los mamíferos).
  • Una vez adquirida, la impronta es muy estable e incluso irreversible. Este hecho se refiere no sólo a la conducta de apego en sí misma, sino también a los efectos sociales y sexuales de la misma: los animales nacidos en cautividad que han dirigido sus conductas de apego hacia humanos, en muchas ocasiones no se pueden reproducir al ser incapaces de cruzarse con individuos de su misma especie y distinto sexo; de forma similar, la homosexualidad masculina entre los animales puede tener su origen una impronta no habitual: los machos con apego hacia otros machos que ejercieron la función de "madre" tienen tendencia a formar parejas con individuos del mismo sexo.
En definitiva, la impronta es, en condiciones normales, el primer aprendizaje por el que un individuo se reconoce como perteneciente a una especie y sexo determinados. En caso de fallar estas condiciones, las consecuencias conductuales son irreversibles o muy difícilmente rectificables.

4. Conductas innatas en el hombre
Cuando oímos hablar de las experiencias de Lorenz con gansos recién nacidos, es fácil que pensemos en los bebés apegados a sus padres. ¿Se trata de conductas comparables? Más en general: ¿podemos hablar, en el caso del hombre, de instintos como los que poseen los animales?
A principios del siglo XX, el psicólogo William McDougall ofrecía una lista de doce motivaciones básicas (a las que llamaba "instintos"), que se producían en impulsos dirigidos a ciertos comportamientos. McDougall hablaba de instinto de combate, instinto gregario, instinto de reproducción, instintos de autoafirmación y autohumillación, instinto de búsqueda de alimentos, etc. La lista podía ampliarse y de hecho McDougall lo hizo, aunque no todos los instintos se ponían al mismo nivel. En definitiva, para cada conducta humana puede encontrarse un instinto que la explique, lo cual lleva a la paradójica consecuencia de que, tanto si uno hace una cosa como si hace la contraria, siempre podrá descargar su responsabilidad en alguno de los instintos con los que está condenado a convivir.

     
La teoría de McDougall fue objeto de críticas, especialmente desde el campo conductista. Lo cierto es que no se ve muy bien qué añade a nuestra comprensión de la conducta decir que uno busca comida porque posee un instinto de buscar comida, o que se reproduce porque hay un instinto de reproducción. ¿No basta con decir simplemente que busca comida o se reproduce? Los conductistas eliminaron esos "instintos" invisibles e intentaron explicar la conducta humana como un conjunto de hábitos adquiridos básicamente por la repetición y el reforzamiento de ciertas formas de responder a estímulos.
Es evidente que, en el caso del hombre, el aprendizaje tiene mayor fuerza que las pautas instintivas. Sin embargo, las explicaciones conductistas chocan con comportamientos que difícilmente pueden interpretarse como aprendidos: no queda más remedio que reconocer como innatas (las experiencias con niños sordos y ciegos de nacimiento lo demuestran) conductas como la succión, la sonrisa, el llanto, la expresión de ira, etc. Hay asimismo conductas que, por encima de la diversidad cultural, son prácticamente universales y pueden muy bien considerarse específicas, propias de la especie humana (por ejemplo, sonreír y elevar las cejas al saludarse). La etología, con Konrad Lorenz a la cabeza, ha puesto el foco de atención en las pautas innatas de comportamiento: sus conclusiones, por más que en su día irritasen a los conductistas más dogmáticos, son cualquier cosa menos banales y gratuitas.
Existe un amplio campo de discusión sobre la extensión de lo innato a las diferentes parcelas de la vida humana. Autores como Freud y los etólogos como Lorenz, Tinbergen y Eibl-Eisbesfeldt hablan de un instinto de agresión, con un evidente valor supervivencial para la especie (en la lucha por el territorio o por la hembra resulta ventajoso que el vencedor sea quien transmita sus genes a la descendencia), mientras que otros como Adler o Fromm prefieren poner el acento en un instinto de fraternidad o sociabilidad.
No es difícil reconocer que las pautas de conducta alimenticia, sexual, etc., aun partiendo de una base biológica evidente, son culturalmente moldeables. Lo mismo constatamos cuanto más nos alejamos de la biología: las relaciones familiares (¿existe el llamado instinto parental, o más específicamente instinto maternal?), los roles sociales, los valores estéticos, etc. Aunque un autor como Jung extiende el campo de lo innato a ideas o imágenes mentales (los arquetipos, que forman parte del inconsciente colectivo), no podemos olvidar que el hombre nace inmaduro y necesita aprender de los demás aquello mismo que el animal trae al mundo como ya sabido.
Desde un punto de vista evolutivo, la distinción innato-adquirido se vuelve más relativa: lo que es innato para el individuo puede ser adquirido para la especie, ya que sus ancestros tuvieron que modificar sus hábitos en el pasado para que aumentaran sus probabilidades de sobrevivir en la lucha por la existencia.  

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