El mundo helenístico y romano es un período en el que la cultura griega, con las conquistas de Alejandro Magno, se extiende como elemento civilizador. Es un momento de expansión de lo griego pero, a la vez, de aparición de nuevas unidades políticas y de fragmentación del Imperio universal soñado por Alejandro, donde reinará el caos y el desmoronamiento de los antiguos valores de la polis y la democracia. En ese período, las filosofías platónica y aristotélica, que se desarrollan en la Academia y el Liceo respectivamente, dejarán paso a otras filosofías que aspiran a enseñar no solo a pensar sino a vivir. Estas nuevas filosofías, ya sea desde posturas subversivas (como en el cinismo o el escepticismo) o desde posturas más conservadoras (epicureísmo, estoicismo), se presentan como sistemas de creencias y prácticas para la salvación individual. Tratan de recuperar para el individuo, y ya no tanto para la ciudad o la sociedad, cuestiones como la libertad de acción y decisión, o la autosuficiencia, sobre la que poder garantizarse una existencia feliz.
En este sentido, encontramos en las filosofías helenísticas una serie de prácticas o recetas que implican una transformación interior y que se presentan como “terapias para la vida”. Se trata fundamentalmente de actividades dirigidas al dominio de las pasiones, consideradas como la principal causa de sufrimiento. De ahí que se presenten como prácticas de curación del alma. Estos ejercicios, que eran muy conocidos y formaban parte de la vida cotidiana de las diferentes escuelas filosóficas del helenismo, implicaban cuestiones relacionadas con la atención, la memorización (de la regla de vida, de los principios de vida) y la meditación, con el objeto de vigilar el espíritu, concentrarse sobre el presente y dominar el pensamiento y la voluntad. En este sentido, además de ejercicios “intelectuales” como la lectura, la audición o la investigación, había ejercicios prácticos dirigidos a la creación de hábitos, como el dominio de sí mismo o el cumplimiento con los deberes de la vida social. Estas filosofías prácticas apuntaban así tanto al desarrollo de la noción de individuo como de la conciencia y el gobierno de sí, que serán clave mucho más tarde, en el desarrollo del sujeto moderno (autónomo, libre, agente y responsable de sus actos, etc.) – aspectos inexistentes, o muy titubeantes, hasta la modernidad.
Mientras que los continuadores de la Academia platónica y el Liceo de Aristóteles fueron tendiendo a la especialización en diferentes ámbitos de conocimiento, la filosofía helenística se preocupó más por la coherencia del sistema de conocimiento y de las partes que lo componían. Sus desarrollos en lo que respecta a la noción de alma se encuentran distribuidos en el conjunto de ese sistema y se vinculan por tanto a su concepción de la física (o metafísica), la lógica y la ética. En líneas generales, con respecto a las filosofías anteriores, se mantendrán más próximos del materialismo y naturalismo aristotélico que del idealismo platónico, negando la inmortalidad del alma: solo existe la vida que tenemos delante, sensitiva y corpórea. También se caracterizan por recuperar ideas de filósofos presocráticos como el atomismo de Demócrito o el logos o razón universal de Heráclito. Epicuro, por ejemplo, defenderá que el alma, perecedera, está compuesta de átomos distribuidos por todo el cuerpo (los más sutiles de los cuales estarían en el pecho).
El estoicismo, que fue la más influyente de estas filosofías, manejará una noción de alma muy cercana también a la que veíamos en Aristóteles, como “forma” del cuerpo. Ahora bien, esta idea se extiende más allá de los seres vivos al conjunto del Universo, que en una línea más platónica aparece dotado de inteligencia (logos). Como los epicúreos, los estoicos defenderán que el alma humana es material y perecedera. Ahora bien, el principio de vida del Universo, del que el alma humana sería una partícula, sí sería eterno. El universo inteligente (logos) estaría animado por un alma cósmica (pneuma) indestructible, fuente de la eterna energía. Este alma del universo actuaría como un principio estructurador de la materia, a la que daría forma. Su acción se ejercería tanto en los seres inanimados, como una fuerza de cohesión, como en los seres animados (plantas, animales y hombres), donde sigue una distribución muy semejante a los tipos de alma que planteaba Aristóteles (alma vegetativa, sensitiva y racional), siendo el hombre el único ser capaz de raciocinio (logos). El alma humana sería de hecho la forma más elevada de ese pneuma que anima el universo. Su centro y elemento superior sería lo que los estoicos llaman un “guía interior” (hegemonikon), situado en el corazón, encargado de coordinar los impulsos y los sentidos. Este “guía” se regiría por la racionalidad, entendida como una capacidad innata que permite superar los impulsos animales y moverse por objetivos más valiosos; también proporciona libertad para la actuación moral. Así, mientras los animales se comportan de forma instintiva, el hombre, como ser racional, hace uso de su entendimiento a la hora de elegir, lo que le permite ser libre y moralmente responsable. El estoicismo postula así una moral autónoma, pautada por la propia razón; pero esa razón humana está en armonía con la Razón universal (logos) que ordena el proceso cósmico. De ahí que, mientras la Física enseña a conocer la naturaleza, la Ética enseña a vivir de acuerdo a nuestra naturaleza, que es conforme a la Razón universal.
Gracias a esa armonía con la razón universal, divina, el sabio estoico confía en el poder de su razón para alcanzar una vida serena y feliz. Su optimismo se basa precisamente en que se siente integrado en el proceso lógico universal, asumiendo el carácter de destino, de necesidad, en tal devenir – necesidad que se identifica con un concepto de providencia inmanente, cósmico.
La noción de alma humana que encontramos en el estoicismo, y especialmente esta idea de “guía interior”, profundiza ya, tentativamente, en la idea de conciencia de sí, aunque la idea de interioridad todavía esté lejos del desarrollo que alcanzará muy posteriormente, a partir del Renacimiento y en la Modernidad. En ese momento, los planteamientos estoicos volverán precisamente a cobrar gran importancia e influencia, con la reaparición de ideas como la autonomía moral o la superioridad de la razón sobre las pasiones.
El estoicismo, que fue la más influyente de las filosofías helenísticas y romanas, entre otras cosas por su mayor complicidad con el orden social y político, y que funcionó hasta cierto punto también como una religión pagana, sería sin embargo superado completamente por el cristianismo a partir del fin del Imperio Romano. En un tiempo de constantes guerras y penurias, dominado por la muerte, el cristianismo ofrecía la promesa de un mundo mejor, una justicia tras la muerte y la inmortalidad de las almas en el más allá. Estas promesas, que además apelaban a aspectos pasionales del alma humana que el racionalismo estoico había dejado de lado, despertaban una atracción incomparable. Ante su imparable avance, cada vez más agresivo, y ante la incapacidad del epicureísmo y del estoicismo para hacer felices a los hombres, surgía el último de los grandes sistemas filosóficos del helenismo: el neoplatonismo, que supone una actualización y profunda reinterpretación de la filosofía de Platón.
El neoplatonismo se desarrolla en plena decadencia del Imperio Romano. Plotino (204-270 d.C.), su máximo representante, lleva al extremo el idealismo de la filosofía platónica, rehabilitando un sistema filosófico en el que los dioses juegan un papel esencial, de una forma que resultara aceptable tanto para el mundo político como en el ámbito de la filosofía. A diferencia del materialismo estoico, que planteaba la idea de una Razón divina (logos) inmanente y omnipresente en el mundo real, el neoplatonismo planteará la existencia de un mundo trascendente y divino, del que el mundo material, sensible, sería solo una copia degradada. Como planteaba Platón, a quien los cristianos reverenciaban, nuestra alma, inmortal, una vez liberada del cuerpo iría a ese mundo transcendente, ideal. Plotino, en todo caso, hará algo más que revitalizar el pensamiento de Platón: lo actualizará (centrándose en el problema de la relación del alma con la verdad) e incorporará desarrollos aristotélicos y estoicos, entre otros. Así, al tratar de la relación entre el alma humana particular y el alma del mundo, principio de movimiento (pneuma), Plotino recurrirá al tratado De anima de Aristóteles, señalando que el alma humana pertenece a la vez al mundo sensible (alma inferior sensitivo-vegetativa) y al Intelecto agente, ese alma superior- intelectiva que está fuera del mundo.
Para entender esta cuestión, hay que tener en cuenta el conjunto del sistema de Plotino. Básicamente, la doctrina neoplatónica plantea una estructura de la realidad trascendente en términos de un proceso o escalonamiento descendente, que iría desde lo que está más allá de todo ser (a lo que llama el Uno) hasta el mundo sensible y material. En esa escala, por encima de todo estaría el Uno Absoluto, un principio que no es forma. El Uno engendraría la Inteligencia, el Nous, el lugar de las Ideas. Y el Nous produciría el Alma, compuesta de una parte superior, que emana de lo eterno, donde reside, y otra inferior, de la que emanan las cosas sensibles. Así, el alma humana para Plotino tendría dos partes: la superior-intelectiva, que vuelve al Nous para contemplar las Ideas (dotándose de Logos), y la inferior sensitivo-vegetativa, que procede de la superior, y que contempla las Ideas sólo a través de las imágenes que le llegan del Alma superior. Además, el Alma inferior se contempla a sí misma y, al auto-contemplarse, creará el mundo sensible. Lo hará estructurando la materia a través de la proyección de sus lógoi, que serían las imágenes (contempladas en sí misma, en el alma inferior) de las imágenes (del alma superior) de las formas que habitan en el Nous. La materia sería así el receptáculo no de las Ideas sino de sus reflejos más o menos lejanos.
El mundo material, copia de mala calidad de las formas transcendentes, sería, además, el origen del mal, del que el individuo solo se salvaría por su ser espiritual, por su condición anímica. “El filósofo se recoge en sí, y, mediante la contemplación, cultiva al ‘hombre interior’, el alma que puede aprehender la verdad trascendente, fuera del mundo de los sentidos.”
Igual que para Platón, para quien la reminiscencia (el recuerdo de la visión de las Ideas) permitía al alma reencontrarse con el mundo de las Ideas y liberarse de la cárcel del cuerpo, para Plotino, el alma caída en el cuerpo, aunque muy unida a él por sus deseos inferiores, podrá volver a levantarse e iniciar el proceso inverso de conversión o vuelta a lo Uno. Las almas, huyendo de lo exterior y volviéndose al alma universal, podrán purificarse y ascender hacia el Bien. Ese proceso inverso de vuelta a lo Uno requiere de la práctica de virtudes, cívicas y purificativas, que llevarían a la ausencia total de pasiones, en la línea de la moral estoica (completamente integrada en el neoplatonismo). Gracias a los ejercicios espirituales, podemos conocer nuestra alma, el Intelecto y sobre todo, el Uno, principio de todas las cosas.
Situando en el hombre los tres elementos de su sistema (el Uno, el Nous y el Alma), Plotino abre la puerta a la “unión mística”. Esta unión no se dará a través de la inteligencia o la capacidad discursiva sino por un acto súbito de comprensión que sólo puede tener su origen en lo que de semejante hay en nosotros: la intuición (una visión intuitiva no racional). Este tema de la unión del ser humano con un mundo transcendente a través de la intuición se mantendrá en el misticismo cristiano así como en desarrollos metafísicos muy posteriores, que conviven incluso con la Ilustración, en el siglo XVIII, acerca del alma humana y su posibilidad de entrar en contacto con otras almas, angélicas o divinas.
Frente al materialismo pagano, el neoplatonismo ofrecía la ventaja de un alma humana inmortal y de un mundo espiritual transcendente, más real que el mundo de la materia. Esto hizo que su influencia sobre los primeros filósofos cristianos, preocupados por dotar de un sistema filosófico a la fe cristiana, fuera de primera importancia. Los primeros filósofos cristianos, que ya veneraban a Platón, no tuvieron problema en incorporar el neoplatonismo. Ciertamente, la filosofía cristiana recogió también, adaptándolos, elementos clave del estoicismo como la providencia divina y su ordenación del mundo y los ideales ascéticos – aspectos que habían sido incorporados ya por el propio neoplatonismo. Ahora bien, frente al logos cósmico y natural del estoicismo, y yendo más allá del logos transcendente del neoplatonismo, el cristianismo ofrecía un logos encarnado y revelado en la figura de Jesucristo.
En todo caso, la filosofía cristiana adoptó este carácter de filosofía “práctica”, para la vida, que continuaba la tradición de los ejercicios espirituales (atención, memoria, meditación). Los primeros filósofos cristianos profundizaron en la meditación y en las técnicas de introspección para la contemplación interior, afinando el análisis del examen de conciencia. Esta cuestión sería retomada especialmente por San Agustín (354-430 d.C), que dará un gran impulso al estudio introspectivo del alma, en obras como sus Confesiones (400 d.C). Ahora bien, hay que dejar claro que no se trata tanto de conocerse a sí mismo en su individualidad u originalidad (tampoco lo era en la filosofía greco-romana) como de alcanzar el conocimiento de Dios.
Tras el cierre de la Academia platónica de Atenas (por Justiniano en el 529 d.C.), los representantes del neoplatonismo sufrirían un éxodo que los llevaría hacia Oriente (primero a Persia y luego a Siria), donde las obras de Platón y Aristóteles serían traducidas al árabe, al hebreo y al latín. Esas traducciones son las que terminarían volviendo a la Europa cristiana a través de la expansión de la cultura árabe en España, varios siglos más tarde. A partir del fin del Imperio Romano y durante toda la Alta Edad Media, sería la filosofía cristiana, con San Agustín a la cabeza, la que dominaría el pensamiento occidental. La filosofía cristiana, en tanto que práctica de los ejercicios espirituales, se mantendría en la vida monástica, sustituyendo los “dogmas” filosóficos del estoicismo por los mandamientos y principios de la vida cristiana.
Si filosofar es vivir conforme a la ley de la Razón, los cristianos filosofan porque viven conforme a la ley del Logos divino.
El ejercicio por excelencia consistirá en alcanzar la apatía: librar al alma del cuerpo.
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