1. ¿Qué es una actitud?
Una actitud es la toma de posición de un sujeto frente a una realidad o posibilidad, situándose a favor o en contra de ella. El psicólogo Charles Morris define la actitud como "organización relativamente estable de creencias, sentimientos y tendencias de conducta dirigidas hacia algo o alguien". En esta definición nos llaman la atención varios puntos que merece la pena destacar:
1. La actitud es una organización, es decir, una estructura que comprende distintos elementos relacionados entre sí.
2. Esta organización debe ser relativamente estable, o sea, tener una cierta permanencia que no excluye la posibilidad de cambio de actitudes en un mismo sujeto.
3. Finalmente, la actitud aparece formada por componentes de tres clases: creencias, sentimientos y tendencias de conducta. En primer lugar, uno evalúa una realidad como buena o mala, conveniente o perjudicial; en segundo lugar, uno se siente de una forma en relación con dicha realidad, y finalmente, uno tiende a hacer algo (las expresiones "en primer lugar", "en segundo lugar" y "finalmente" sólo hacen referencia a lo que parece la ordenación lógica: pensar-sentir-hacer; no presuponen que las cosas siempre ocurran en este orden temporal).
2. La medida de las actitudes
¿Cómo podemos conocer las actitudes de las personas ante ciertos hechos? La respuesta lógica a esta pregunta podría ser: preguntándoselo. De hecho, es una forma que se utiliza, por ejemplo, en las encuestas de opinión, pero la experiencia nos ha demostrado ya muchas veces que estas encuestas no son muy fiables. En realidad, las personas suelen contestar lo que creen que el entrevistador espera que conteste; además, la formulación de las preguntas induce a contestar de una forma u otra: si hacemos la pregunta: "¿está usted a favor de que se pueda estudiar religión en un colegio?", lo que preguntamos es, aproximadamente, lo mismo que si hacemos esta otra: "¿está usted a favor del adoctrinamiento religioso en la escuela?", pero habrá un número mayor de personas que contesten afirmativamente a la primera pregunta que a la segunda.
Se han ideado sistemas, de moralidad más que dudosa, para "forzar" a las personas a contestar con sinceridad a las preguntas sobre sus actitudes. Uno de ellos es el falso polígrafo, una máquina que "se activa" ante ciertas preguntas-trampa del tipo "¿ha mentido usted alguna vez sin verdadera necesidad"? (se puede suponer que la respuesta verdadera es "sí", pero muchos preferirán decir "no", lo que dará ocasión al aparato de "detectar" la mentira). Cuando el sujeto comprueba que no ha podido mentir una vez, tenderá a contestar con mayor sinceridad al resto de las preguntas (siempre que no sea consciente de la trampa, claro).
Las escalas más utilizadas para la medición de actitudes son la de Likert (serie de afirmaciones que el sujeto evalúa desde "estoy completamente en desacuerdo" hasta "estoy completamente de acuerdo") y la de Osgood o de diferencial semántico. En esta última, un concepto (por ejemplo, "policía", "socialismo" o "religión") es relacionado con pares de adjetivos de significado opuesto, señalando el lugar que le correspondería por su mayor o menor proximidad a ambos adjetivos. Por ejemplo, en relación con el concepto "socialismo" pueden ofrecerse los siguientes pares (y otros que el entrevistador o el propio sujeto crea oportuno añadir):
El sujeto debe señalar la casilla que crea se aproxima más a su actitud ante el concepto (por ejemplo, si piensa que el socialismo es poco democrático y bastante autoritario señalará el -1 o el -2, si considera que es democrático y autoritario a partes iguales señalará el 0, etc.).
Además de las encuestas, existen otros procedimientos de medida de actitudes como la observación directa de la conducta (podremos deducir, por ejemplo, la actitud de una persona ante la religión por su asistencia a los actos de culto, si lleva a sus hijos a catequesis, si los matricula en clase de religión, si entrega donativos, etc.). La dificultad, en este caso, estriba en la observación exhaustiva de la conducta de un individuo (lo cual, claramente, violaría su derecho a la intimidad), por lo que parece un método más indicado para grupos numerosos: cuántas personas colaborar en una campaña (por ejemplo, de donación de sangre), qué porcentaje obedece habitualmente las normas de circulación, cuántos asisten a una manifestación, etc. Stanley Milgram ideó un curioso método para medir el apoyo o rechazo provocado por ciertas instituciones o ideologías en un vecindario: dejar en distintos lugares transitados cierto número de "cartas extraviadas" dirigidas a esas instituciones (una parroquia, un partido comunista, otro nazi, etc.) y contar después cuántas de esas cartas eran devueltas a sus supuestos destinatarios.
Pero quizá el método más refinado y preciso (al menos por el momento) para medir las actitudes sea la electromiografía facial, basada en la simple constatación de que una reacción positiva va acompañada de un aumento de actividad de los músculos cigomáticos, mientras que en caso de reacción negativa los músculos que se activan son los orbiculares. De esta forma, aunque no a simple vista, es posible detectar siempre el tipo de reacción del sujeto ante el estímulo que se le presenta.
3. Pies en la puerta y traiciones autoasumidas
Imagina que tienes un negocio y quieres ganar clientes. ¿Cuál es la forma más eficaz de conseguirlos? Los vendedores lo saben desde hace tiempo: con ofertas irresistibles, ya que, si se consigue que alguien compre algo (lo que sea) una vez, es fácil que vuelva a comprar y, compra tras compra, puede llegar a convertirse en un de nuestros clientes fijos.
Un experimento realizado a mediados de los años 60 comparó dos estrategias para conseguir la colocación, en los jardines privados de las casas, de carteles que aconsejaban conducir con cuidado. Una de ellas consistía en plantear directamente la petición, exponiendo las ventajas de forma razonada (se trataba de carteles grandes que podían ser vistos desde la carretera y así se evitarían accidentes): sólo aceptó el 17%. La otra pedía en primer lugar a los vecinos que pusieran un cartel pequeño, apenas visible para los peatones y menos aún para los conductores; cuando dos semanas después se pidió a los mismos vecinos que colocaran el cartel grande, el 76% aceptó.
Éstos y otros casos similares son ejemplos de lo que se llama el fenómeno del pie en la puerta, que consiste en que una persona que accede a una pequeña petición tiende a aceptar después otras peticiones más importantes. Los dirigentes de partidos políticos y agrupaciones de voluntarios saben que, si quieren mantener la fidelidad de sus militantes, lo más eficaz no es bombardearlos con consignas y razonamientos, sino ocuparlos primero con pequeñas tareas y progresivamente con compromisos cada vez mayores. Cada acto que responde a una actitud refuerza dicha actitud y hace más probable su permanencia en el sujeto.
Muy relacionado con el fenómeno "pie en la puerta" aparece otro fenómeno que algún psicólogo ha bautizado como "¡qué demonios importa!"; este otro principio psicológico viene a explicar que, una vez que se incumple un compromiso, es bastante probable que ese incumplimiento inicial vaya seguido de otras "traiciones" mayores. El psicólogo Peter Herman realizó un experimento sobre los efectos del seguimientos de dietas alimenticias que demostraba que, cuando la persona se salta una vez la dieta, se vuelve por un tiempo más proclive a los excesos gastronómicos que los que no siguen ningún tipo de dieta.
A mediados de los años 70, el profesor Herman, que daba clase en un instituto femenino de Canadá, pidió a sus alumnas que participaran en lo que (supuestamente) era un experimento sobre el sentido del gusto. En primer lugar, hizo una encuesta para determinar qué alumnas no comían habitualmente todo lo que les apetecía, sino que ponían restricciones a su alimentación o seguían algún tipo de dieta. Después dividió a las alumnas en dos grupos: a las del primero les suministró un batido y les pidió que se lo bebieran; a las del segundo no les dio nada. Por último, pidió a todas las alumnas que trataran de averiguar el sabor de un helado, advirtiéndoles que podían comer la cantidad de helado que creyesen necesaria para estar seguras, desde una sola cucharada hasta el helado entero. El resultado fue el siguiente: entre las alumnas que controlaban su alimentación, las que no habían tomado el batido sólo probaron una o dos cucharadas de helado, pero las que sí lo habían hecho tomaron una cantidad mucho mayor, más incluso que las alumnas que no seguían ningún tipo de dieta. ¿Razón? Al fin y al cabo, si ya se habían saltado la dieta una vez, ¿por qué no iban a hacerlo dos? ¡Qué importa!
Lo que estos dos fenómenos muestran es que, en vez del teórico (y lógico) "primero pienso y luego actúo", lo que ocurre muchas veces es lo contrario: son las actitudes las que siguen a los actos. Si alguien logra persuadirme para que actúe de una manera, lo más probable es que termine teniendo las ideas y sentimientos que corresponde a esa forma de actual.
4. Factores que favorecen el cambio de actitud
Si las actitudes son "organizaciones relativamente estables", parece lógico pensar que todos tenemos tendencia a continuar con las acitudes que ya tenemos, y así es la mayoría de las veces. ¿Por qué, entonces, se produce el cambio?
Según la teoría propuesta por Festinger, una de las motivaciones humanas básicas es la reducción de la disonancia cognitiva: si hay conflicto entre pensamiento y acción modificaremos uno de los dos elementos para reducir o eliminar el conflicto. Por ejemplo, un alumno que copia en un examen probablemente cambiará su actitud anterior contraria a este tipo de trampas, o, si no llega a este extremo, reformulará su percepción del hecho disonante ("no era un verdadero examen, sólo un ejercicio de clase", "aunque no hubiera copiado hubiera aprobado igual", "la culpa es del profesor por no vigilar más", "es imposible aprobar un examen tan difícil", etc.). Generalizando este ejemplo, podemos concluir que el procedimiento más eficaz para cambiar una actitud es lograr que la persona se comporte ya de acuerdo con esa actitud que supuestamente todavía no tiene.
El experimento de Mills
El experimento realizado por el psicólogo Judson Mills consistió en lo siguiente: a una clase de alumnos de 1º de Secundaria (11-12 años) se les pasó un cuestionario sobre su valoración de la mentira, con preguntas en las que se preguntaba exactamente por formas de mentira como copiar en los exámenes. Poco después estos mismos alumnos tuvieron que hacer un examen muy difícil en el que aparentemente era muy fácil copiar (en realidad unas cámaras ocultas detectaban quién copiaba y quién no). Por último, pocos días más tarde volvieron a realizar el mismo cuestionario: los alumnos que habían copiado se habían vuelto más tolerantes con la mentira, y los que no lo habían hecho eran todavía más intolerantes. Es decir, las valoraciones y juicios morales se limitan a justificar por qué hacemos lo que hacemos.
¿Y cómo se persuade a los demás de la conveniencia de cambiar sus conductas? Elliot Aronson (n.1932) menciona tres factores:
1. La fuente del mensaje: las personas de mayor credibilidad son las más parecidas a los receptores, las que no tienen intereses personales en los mensajes que transmiten (no ganan ni pierden nada), las que han demostrado seriedad y coherencia y, finalmente pero no en último lugar, las que poseen un mayor atractivo físico (debido a lo que se ha llamado efecto de halo: por extraño que parezca, esto vale tanto para personas del mismo sexo como del contrario).
2. La forma del mensaje: ha de ser claro y apelar moderadamente a la sensibilidad (es bueno que inspire una dosis moderada de temor, pero el exceso del mismo es contraproducente).
3. Los receptores del mensaje: han de sentirse tratados como personas capaces de pensar por sí mismas y sacar sus propias conclusiones, debe suscitarse en ellos un compromiso real (aunque sea mínimo) con la causa, convirtiéndolos así en apóstoles de ella (una persona que duda se convence a sí misma cuando intenta convencer a otro).
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