miércoles, 3 de julio de 2019

Obediencia a la autoridad

Stanley Milgram (1933-1984) fue seguramente quien inspiró a su amigo Philip Zimbardo su experimento de Stanford. Diez años antes de la controvertida prisión de Stanford, en 1961, Milgram pretendió demostrar que muchas personas normales y corrientes son también asesinos en potencia y que, en circunstancias especiales, se les puede convertir fácilmente en asesinos reales. Su experimento representa una de las cotas de inmoralidad más altas de la historia de la psicología: sujetos de apariencia y conducta normales eran inducidos a matar por electrocución, de forma gradual, a un semejante; es cierto que las descargas eléctricas, las quejas y la muerte final del compañero de experimento (en realidad, cómplice del experimentador) eran fingidas, pero ellos no lo sabían; y, desde un punto de vista ético, no hay mucha diferencia entre creer que se está asesinando y asesinar de verdad.
La idea del experimento le fue sugerida a Milgram por las noticias sobre el juicio en Israel a Adolf Eichmann, famoso asesino de judíos bajo el régimen nazi. ¿Por qué una persona normal, que ni siquiera tenía prejuicios antisemitas, colaboró en la matanza? Eichmann explicó su conducta alegando que se limitó a obedecer órdenes. Y Milgram se preguntó entonces hasta qué punto las órdenes, si proceden de una autoridad reconocida por el sujeto, tienen fuerza suficiente para provocar cualquien acción. Entiéndase bien: no estamos hablando de coacciones por amenazas ("si no matas, te mato"), sino de órdenes que la persona podría desobedecer sin graves consecuencias.

El experimento consistía en persuadir a un voluntario para que hiciera de "maestro" de los aprendizajes de un "alumno" (el cómplice): su labor se trataba de administrar al alumno una descarga eléctrica (cada vez más intensa) cuando emitía una respuesta equivocada. La intensidad de las descargas estaba señalada desde "ligera molestia" (15 voltios) hasta "peligro de muerte" (450 voltios). El alumno-cómplice fingía recibir las descargas y, gradualmente, experimentaba sacudidas, daba gritos de dolor, pedía terminar el experimento y finalmente dejaba de hablar porque se suponía que estaba muerto o en coma profundo.
Los resultados del experimento son terroríficos: aunque todos los participantes mostraban una cierta resistencia a seguir administrando descargas cuando aparecían las primeras señales de sufrimiento, esta resistencia era fácilmente vencida en la mayoría de los casos si el experimentador daba instrucciones imperativas ("debe usted continuar con el experimento"). Casi dos terceras partes de los participantes en el experimento (26 de 40) obedecieron las instrucciones del experimentador hasta el final, aunque eran conscientes (o al menos así lo creían) de que su compañero yacía muerto en la habitación contigua.
Sucesivas variaciones de las condiciones del experimento introdujeron cambios en los resultados: la obediencia era menor si el experimentador no estaba físicamente presente, sino que daba las instrucciones por teléfono; también disminuía si el administrador y el receptor de las descargas compartían la misma habitación, etc. Es, en todo caso y a pesar de las variaciones en los porcentajes, una constatación realmente aterradora de la fuerza de la presión social en los individuos.
A pesar de su inmoralidad y alto grado de sadismo, el experimento tiene una parte positiva: nos permite tomar conciencia de las presiones sociales a las que todos estamos sometidos y de la posibilidad real de convertirnos en lo que no queremos ser, bajo la fuerza de esas presiones; sólo si somos conscientes del peligro podremos enfrentarnos a él ejerciendo la resistencia y fortaleciendo nuestra individualidad.

 Desindividuación  
Aparentemente opuesta a la sumisión a la autoridad estudiada por Milgram, la desindividuación es en realidad la otra cara del mismo fenómeno: la anulación de la personalidad bajo imperativos grupales. En este caso, no aparece necesariamente una autoridad definida que ejecute un liderazgo: se trata normalmente de grupos de iguales más o menos numerosos en que las responsabilidades se diluyen fácilmente.
Desindividuación es, en palabras de Myers, "el abandono de las restricciones normales en favor del poder grupal". Es el fenómeno que explica los estallidos de violencia en los estadios (desde los insultos al árbitro o a los jugadores del equipo contrario hasta masacres como la del estadio de Heysel, Bruselas, en 1985), pero también las agresiones y actos vandálicos sin motivo protagonizados por bandas juveniles. En todos estos actos, las personas no responden como individuos, sino como partes de un grupo mayor.
Las sociedades primitivas conocen muy bien la fuerza del grupo para eliminar las inhibiciones individuales: por eso, cuando entran en batalla, los individuos "se despersonalizan" previamente con máscaras o pinturas de guerra; de esta forma, les resulta más fácil matar, herir o torturar a los enemigos.

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