Con el auge y dominio del
cristianismo, el carácter más naturalista y materialista de la filosofía griega y romana se
perdería en Europa durante
la Alta Edad Media. La filosofía
platónico-agustiniana,
centrada en la introspección como forma de acceso
al conocimiento de Dios, dominaría
el pensamiento medieval en Occidente hasta el reencuentro con la filosofía clásica,
al final de la Alta Edad Media (siglos V-XI). Ese reencuentro estuvo marcado
por el empeño de Carlomagno,
nombrado en el año 800 Emperador del
restaurado Imperio Romano Germano (disuelto en 476), en restablecer las
escuelas, para mejorar el estado intelectual y moral de los pueblos que
gobernaba, como parte de un ambicioso proyecto para dotarlos de una cultura
unitaria. Es lo que se ha denominado mucho después
como el Renacimiento Carolingio, un corto periodo de recuperación de la cultura clásica latina (entre finales del siglo
VIII y principios del siglo IX) en un contexto de decadencia intelectual y
cultural. La admiración por la cultura
antigua y su voluntad de mantenerla era evidente en los objetivos educativos y
culturales de la corte de Carlomagno, que se propone institucionalizar las
siete artes liberales: el trivium (gramática,
retórica y dialéctica) y las cuatro artes para
conocer el mundo (aritmética, geometría, astronomía
y música). La filosofía, centrada principalmente en el
pensamiento platónico y afectada por
un conocimiento muy escaso de Aristóteles,
y la teología, basada en una
interpretación textual de las
Escrituras (con un apoyo especial en la gramática
y la retórica), se estudiaban
en ese marco.
La autoridad de San Agustín y la del neoplatónico Pseudo Dionisio
Areopagita durante buena parte del medievo había
terminado llevando a muchos teólogos
a defender concepciones idealistas e innatistas que parecían irreconciliables con la filosofía aristotélica.
En ese sentido, la recepción en Occidente de las
obras de Aristóteles durante la Baja
Edad Media (siglos XII- XIII) aportó a la filosofía cristiana un enfoque nuevo sobre el
conocimiento y el hombre. El naturalismo de Aristóteles
resultaba de partida incompatible con el dogma eclesiástico, la visión cristiana de la inmortalidad del
alma humana y la meditación introspectiva como
fuente del verdadero conocimiento. Los textos de Aristóteles se vieron así sometidos
a importantes transformaciones y su interpretación
dio lugar a fuertes controversias.
Desde que se empiezan a recuperar
obras de la filosofía greco-romana
clásica, surge todo un movimiento en las escuelas
monásticas y
catedralicias, donde una parte sustancial de los estudios se centraba en
cuestiones teológicas y filosóficas, que intenta comprender la
revelación religiosa del
cristianismo desde las nuevas perspectivas que esas obras aportaban. La
filosofía desarrollada en ese
contexto recibió el
nombre de Escolástica (nombre que
remite a estas “escuelas”, predecesoras de las primeras
universidades europeas) y la denominación
persistió para
referirse a dichas corrientes filosóficas
incluso tras haberse creado las universidades (a partir del siglo XII). Aunque
buena parte de ese movimiento se basaba en la búsqueda
de una compatibilidad entre fe y razón,
en la práctica, la razón se supeditaba claramente a la fe,
de modo que la filosofía, en realidad, se
hacía sierva de la
teología. Su mayor dominio
se dio entre mediados del siglo XI y mediados del siglo XV, y su máxima preocupación fue la creación de grandes sistemas sin
contradicción interna, lo que
propició un
desarrollo extraordinario de la dialéctica
(a diferencia de lo que había ocurrido durante el
Renacimiento Carolingio, donde el énfasis
se ponía en la gramática y la retórica).
El apogeo de la Escolástica tuvo lugar en el siglo XIII, un
momento especialmente importante en el plano de la reflexión teológica
(y “psicológica”),
con nombres como San Buenaventura o Santo Tomás
de Aquino. Es un siglo en el que vemos nacer un movimiento de reforma que,
siguiendo el ejemplo de la iglesia primitiva, tiende a instaurar un modelo de
vida basado en la mendicidad, el reparto de bienes con los pobres y la
predicación itinerante del
Evangelio. Aparecen así las
órdenes mendicantes,
como la de los franciscanos y los dominicos, que serán
integradas en la vida institucional de la iglesia. Estas órdenes van a rivalizar entre sí, así como con las universidades recién constituidas, en sus respectivos
planteamientos filosóficos y teológicos. La orden de los franciscanos,
a la que pertenece San Buenaventura (1221-1274), seguirá una
línea más acorde a la filosofía platónica,
mientras que la orden de los dominicos, a la que pertenece Santo Tomás (1224- 1274), se alineará con
la recientemente re-descubierta filosofía
de Aristóteles. Santo Tomás tratará precisamente de conciliar la filosofía cristiana y la fe en Dios con el
naturalismo y la razón de la filosofía aristotélica.
San Buenaventura subordina su trabajo
filosófico a la búsqueda de lo divino, sin reconocer, a diferencia de Santo Tomás, la autonomía de la filosofía. Además,
su pensamiento, como el de San Agustín,
a quien considera su maestro, es místico.
En términos generales
Buenaventura plantea que el alma es capaz de dos tipos de conocimiento. Uno
estaría ligado a su unión con el cuerpo, con el que puede
conocer el mundo exterior, pero que para alcanzar la verdad necesita de la
iluminación divina (no basta
con la abstracción a partir de los
objetos particulares de la experiencia). El otro sería
un conocimiento espiritual, de Dios incluido, cuya fuente es la meditación introspectiva. Para San
Buenaventura, nuestra alma, procedente de Dios y encaminada hacia él a través
de nuestra inteligencia, está dotada
de una espontaneidad y carácter activo a todos
los niveles del conocimiento, desde los sentidos.
La orden de los dominicos se mostrará comparativamente más abierta a la
lectura y estudio de los clásicos. Alberto Magno
(1206-1280), contemporáneo de Buenaventura y
maestro de Santo Tomás, reivindicará el
derecho a la especulación filosófica y al conocimiento. En ese
sentido, disertará sobre
la naturaleza humana, sobre el intelecto agente y sobre la actividad del
entendimiento, retomando aspectos de la filosofía
aristotélica, que se había empezado a recuperar a partir del
siglo XII, a través de los filósofos judíos
y árabes como Averroes.
Sobre estas cuestiones profundizará su aventajado discípulo, Santo Tomás, que planteará la
separación de la teología y la filosofía, con el objetivo de abordar al
margen de la revelación divina diferentes
aspectos del conocimiento. En el mundo islámico,
tras una primera huella de neoplatonismo, desde la que se interpretó a
Aristóteles, el alma se
había seguido estudiando
fundamentalmente desde una perspectiva naturalista. La filosofía aristotélica,
y en particular sus planteamientos acerca del alma, se combinaron con la
medicina romana tardía, donde su máximo representante, Galeno (129 – 216 d.C.), había hecho del cerebro
la sede del alma, identificándolo como órgano de los sentidos y del
movimiento. El resultado fue una primera localización
en el cerebro de diferentes aspectos del alma sensitiva y racional (que Aristóteles ubicaba en el corazón). Se inauguraba así, por cierto, una tradición “localizacionista” que
sitúa las diferentes
facultades o funciones en diferentes partes del cuerpo, y que se extenderá, de forma más o menos continuada, hasta la
frenología de Franz Gall, a
principios del siglo XIX, cuya influencia llegará hasta las investigaciones más recientes y conocidas de Broca
sobre lenguaje.
Siguiendo de cerca el planteamiento
de Aristóteles y sus
comentaristas islámicos, y
contrariamente a la idea platónico-agustiniana
del cuerpo como tumba o prisión, Santo Tomás
definirá el
alma humana como la forma del cuerpo. Entre el alma y el cuerpo habría una unión
sustancial: el alma se presenta como el principio de todas las operaciones,
aquello no solo por lo que conocemos, sino por lo que nos movemos, nutrimos y
sentimos. Así, el alma humana
vuelve a aparecer como algo inseparable del cuerpo, rompiendo con la
identificación del hombre con el
alma racional, y planteando que toda operación
intelectual humana supone la intervención
del cuerpo.
Santo Tomás
sigue igualmente su clasificación
de las facultades del alma, manteniendo la distinción
entre aquellas propias del alma vegetativa, sensitiva y racional, si bien se
cuidó más de introducir aspectos que
separaban al hombre del animal, introduciendo algunos matices importantes que
otorgaban al hombre un mayor control racional. Así por ejemplo mantuvo la “facultad estimativa” introducida
por Ibn-Sina, una especie de instinto natural con el que juzgar el posible daño o beneficio de los objetos
externos, como parte del alma sensitiva, pero distinguió entre
la estimativa propiamente dicha, característica
de los animales e involuntaria, y una estimación
cogitativa, sujeta al control de la voluntad. Asimismo, se alejará de
la noción de “intelecto agente” planteada
por los comentaristas islámicos, que lo habían identificado, influídos a este respecto por el
neoplatonismo, con un plano divino. En su lugar, Santo Tomás devuelve el “intelecto agente” al
alma humana, haciendo del conocimiento un producto activo del pensamiento
humano y no un don de la iluminación divina.
Con este importante desplazamiento,
Santo Tomás restringe la razón humana al conocimiento del mundo de
la naturaleza. La razón humana solo puede
conocer el mundo, no a Dios. Contrariamente a la tradición platónico-agustiniana,
para la que el conocimiento de Dios constituye un ejercicio introspectivo,
Santo Tomás plantea que sólo hay dos formas de conocer a Dios:
bien por la revelación sobrenatural que
nos transmite la Iglesia, bien infiriéndolo,
mediante las demostraciones a posteriori que podemos hacer a partir de sus
efectos, de su obra en el mundo. Algo parecido ocurriría con el alma: no se puede observar
directamente, sólo se ve y conoce por
reflexión y reconocimiento de
sus efectos.
A partir de Santo Tomás
se inicia progresivamente un proceso de independencia de la razón, que pondrá fin
a la filosofía medieval a partir del siglo siguiente y con el que
dará comienzo la filosofía moderna. Aunque Santo Tomás trató de
conciliar ciencia y revelación,
introduciendo la perspectiva naturalista en el seno del cristianismo platónico tradicional, al separar la filosofía de la teología en realidad lo que hizo fue sentar las bases para el
futuro conflicto entre razón
y fe. Será en el marco de la filosofía moderna, y especialmente en la obra de René Descartes (1596-1650), donde veremos desarrollarse el
concepto de “mente” como
espacio interior, subjetivo, que, pasado por el barniz más empirista de John Locke (1632-1704), constituirá el primer objeto de estudio de la psicología “científica” o
experimental. Pero aún
falta tiempo para llegar a ese concepto fundamental, asociado al dualismo mente
– cuerpo que estaba por instaurarse. Si en Santo Tomás el alma sólo
existe encarnada, entendida en la tradición aristotélica
como forma del cuerpo, en la tradición
platónica-agustiniana tampoco había una oposición en los términos
que presentará el dualismo cartesiano: el alma estaba en todo el
cuerpo y en cada una de sus partes.