Cada ser humano es como los demás seres humanos, como algunos otros seres humanos y como ningún ser humano.
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jueves, 23 de mayo de 2019

Colaboración y agresión

1. El caso Genovese
El 13 de marzo de 1964, de madrugada, una joven llamada Kitty Genovese fue atacada en la puerta del edificio de apartamentos donde vivía, en Nueva York. Tras huir el agresor debido a los gritos de un vecino, regresó y, durante cerca de media hora, apuñaló varias veces, robó y violó a la muchacha. Kitty no dejó de pedir auxilio hasta que ya no pudo seguir haciéndolo. En ese transcurso de tiempo un número indeterminado de personas (hasta 38, según las primeras versiones) pudo ver lo que ocurría. Nadie hizo nada eficaz por ayudarla, ni siquiera descolgar el auricular de su teléfono para avisar a la policía.
Al oír el relato del caso Genovese, prácticamente todos pensamos algo así: eso ocurrió porque los vecinos de Kitty (o los neoyorquinos en general) eran gente egoísta, cobarde e insolidaria; si yo hubiera estado allí Kitty no habría muerto: primero habría llamado a la policía y, mientras llegaba, habría bajado yo mismo a defenderla. Al hacer esto estamos cayendo en lo que llamamos "el error fundamental de atribución": las personas se comportan de una manera porque son de una manera.
Darley y Latané eran dos psicólogos que trabajaban en Nueva York. Como el resto de los neoyorquinos, estaban horrorizados por lo que había ocurrido en el caso Genovese, pero no les satisfacía la explicación centrada en la cobardía-insolidaridad de los 38 espectadores. Al fin y al cabo, ¿qué les hacía tan distintos a todos los demás, que criticaban su inacción y creían sinceramente que ellos sí habrían ayudado? Así que dijeron: supongamos que estas personas son más o menos como todas las demás y que en otras circunstancias sí que habrían ayudado a Kitty; por tanto, examinemos la situación para descubrir qué había en ella que les llevó a no actuar.
La respuesta que dieron, sorprendente a primera vista, fue ésta: los vecinos de Kitty no la ayudaron sencillamente porque eran muchos y, por eso mismo, ninguno de ellos se sintió personalmente responsable de terminar con la agresión.
De momento, esta explicación era solamente una hipótesis, ¿cómo se podría probar su validez? Comprobando experimentalmente que, en situaciones análogas, las personas ayudan o no en función del número de posibles intervinientes.

2. Condiciones para que uno ayude a su prójimo
Imagina que estás en un pasillo de tu centro de estudios y ves que a un profesor se le cae una cartera y se desparrama por el suelo todo su contenido. ¿Le ayudas a recogerlo?
No todas las personas somos iguales, así que podemos suponer que habría alumnos que en todos los casos ayudarían al profesor, otros que en ningún caso le ayudarían y finalmente un tercer grupo, probablemente el más numeroso, que le ayudarían o no dependiendo de las circunstancias. Por ejemplo: si en el pasillo no hay nadie más es probable que le ayuden, pero no lo harán si hay otras diez o quince personas (¿por qué tengo que ser yo, si hay otros que también pueden ayudar?). Esto último es lo que pensaron los vecinos de Kitty Genovese.
En 1968, cuatro años después del caso Genovese, Darley y Latané idearon un experimento para comprobar el principio que podemos enuncias como: "cuantos más ayudantes potenciales existen, menos probable es recibir ayuda de ellos". El profesor y varios alumnos se encuentran realizando tareas en habitaciones separadas, comunicados por un micrófono. En la situación A, se hace creer a cada uno que el profesor únicamente se comunica con él. En la situación B, se indica que el profesor está comunicado con todos los alumnos. El profesor finge un ataque epiléptico: en la situación A todos los alumnos acuden a ayudar a su profesor, mientras que en la situación B es posible que no acuda ninguno. En cualquier caso, la probabilidad de que el profesor reciba ayuda es mucho mayor en la situación A que en la situación B.
Otro ejemplo: en un campamento de verano se propone a uno de los niños participar en una competición de soga-tira por equipos. Se le vendan los ojos y se le dice que va a competir él solo contra un miembro de otro equipo. Tras esta prueba, y con los ojos aún vendados, se le dice que ahora van a tirar de la cuerda varios miembros del equipo a la vez. En realidad las dos veces ha tirado él solo de la cuerda, pero la segunda lo ha hecho con menos fuerza (exactamente un 18% menos) que la primera. La responsabilidad individual del sujeto se había diluido al creer que participaba en grupo.
Además del número de ayudantes potenciales, hay otros factores que determinan la probabilidad de que una persona acuda o no en ayuda de otra. Darley y Latané señalan cinco fases en el proceso:
1) Percepción del hecho
2) Interpretación del mismo como una emergencia que requiere ayuda
3) Asunción de la propia responsabilidad para responder a este emergencia
4) Elección de una forma de ayuda
5) Acción de ayudar
Cada una de estas fases ha de sortear sus propios obstáculos para llegar a la fase siguiente y finalmente a la ejecución de la decisión de ayudar.

3. La agresión
Se entiende por agresión cualquier comportamiento dirigido a hacer daño a otros. La agresión puede ser física o psicológica (verbal, gestual o por omisión: no contestar a un saludo puede ser también una forma de agresión), también puede ser voluntaria o involuntaria, instrumental (medio para conseguir otros fines) u hostil (sin otro fin que causar daño), etc.
En general, la mayoría de psicólogos admite hoy en día tres clases de factores de comportamiento agresivo:
  • Existen aspectos biológicos y fisiológicos que predisponen hacia actitudes violentas. Está comprobada la existencia de factores genéticos en los estudios sobre agresividad animal (si se cruzan los ratones más agresivos entre sí se producen generaciones de ratones cada vez más agresivos) y sobre gemelos idénticos en el hombre. Por otro lado, también se ha comprobado la relación entre los altos niveles de testosterona (hormona sexual masculina) y conducta agresiva: la castración de los animales implica automáticamente la eliminación de su agresividad.
  • En todo acto de agresión, además, intervienen influjos externos que la desencadenan; dichos influjos pueden ser percibidos de manera consciente por el individuo, o, en otros casos, ser inconscientes para él.
En ciertos contextos, como en los atascos, los influjos externos nos hacen especialmente propensos a ser agresivos.
  • La educación recibida condiciona nuestras respuestas violentas. Además, se puede afirmar que, en cierta medida, se aprende a ser agresivo y que pueden darse ciertos refuerzos sociales que afiancen nuestra conducta hostil (por ejemplo, a través de los medios de comunicación, de la propaganda, de una excesiva permisividad que no sancione dichos comportamientos, etc.).

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