Lo
que conocemos como ciencia moderna se desarrolló a
lo largo del siglo XVII, en un momento en el que los dualismos y
contradicciones de la Escolástica, que trataba de conciliar el conflicto entre razón
(ciencia) y revelación (fe) – propio del pensamiento
cristiano-, empiezan a superarse a través de una confianza
cada vez mayor en el conocimiento a través de nuestros
sentidos y capacidad de razonamiento. Esa dignificación
de nuestra capacidad de conocer se fue afianzando con los enormes avances que
tuvieron lugar en campos como la astronomía (Copérnico,
Galileo, Christiann Huygens), la química (Boyle) o la
física (Newton). La idea de que el universo es uno, y uno es
también el conocimiento que podemos tener de él, estaba estrechamente ligada a una concepción matemática
del conocimiento (matemática universal). Sobre estas bases se desarrolló precisamente el racionalismo clásico
(desde Descartes hasta Leibniz), que proponía una lectura del
mundo en clave matemática.
Esta
concepción matemática del mundo no estaba en modo alguno limitada al mundo
físico, sino que se extendía también
al mundo espiritual (ambos habían pasado a formar
parte de un mismo universo). En este sentido, con la excepción
de Descartes, cuyo dualismo planteaba una concepción del alma como
sustancia inextensa, incuantificable e indivisible, el racionalismo clásico
apostaba por un conocimiento en clave matemática del alma (Leibniz, Herbart). Lo mismo ocurría
con campos como la ética (que Spinoza entenderá en términos geométricos) o el
moderno derecho natural, que establece una anología entre la ciencia jurídica y la ciencia matemática.
Giambattista Vico (1668-1744) |
A
esta concepción del mundo, matemática y mecanicista,
que caracteriza en líneas generales toda la filosofía de la Ilustración
a lo largo del siglo XVIII, vendría a oponerse en los últimos años del siglo
precisamente el movimiento romántico. El
romanticismo, impulsado por figuras como Herder, dará lugar
a una nueva concepción del conocimiento, crítico con el
panmatematicismo y el mecanicismo, que pondrá de relieve más bien una concepción vitalista,
organicista, de la realidad. Este organicismo será el
rasgo fundamental de toda una filosofía de la naturaleza,
que influirá entre otras cosas en
la imagen evolutiva de la naturaleza (germen del propio evolucionismo
darwiniano). Pero su influencia será todavía mayor en el estudio del mundo espiritual, de los fenómenos
socio-culturales, como el lenguaje, la poesía, el mito y la historia,
que frente al objeto físico de las ciencias naturales y exactas, pasarán a ser vistos como objetos privilegiados de
conocimiento. El romanticismo sigue a este respecto los
planteamientos de Giambattista Vico, para quien el conocimiento de
las creaciones humanas (mito, lenguaje, religión, poesía...)
aparece como la vía fundamental para llegar al auto-conocimiento, objetivo último
de todo saber. Vico, en su Scienza Nuova (1744), plantea que lo único que podemos conocer plenamente es aquello que la humanidad misma ha creado. Por eso, el conocimiento de la naturaleza es un conocimiento inferior al que podemos tener de la sociedad y de la historia, entendida ésta como el proceso por el cual el ser humano se crea a sí mismo. Vico anticipa una distinción que se haría más clara con Herder y después, en el siglo XIX, con los historiadores alemanes.
Se
desarrolla entonces toda una filosofía de la historia y
de la cultura, que marcará la proliferación
de ciencias como la filología, la lingüística
o la historia a lo largo del siglo XIX, que hoy conocemos como ciencias humanas
o sociales (llamadas entonces “ciencias del espíritu”). Estas líneas de
investigación al menos en sus inicios estarán fuertemente
marcadas por el interés en estudiar otras culturas, poniendo en valor la
superioridad de formas pasadas (como el “mundo griego”),
así como haciendo valer
la existencia de particularidades y diferencias frente a la universalidad
racional y el cosmopolitismo francés de la época.
Paralelamente
a estos desarrollos disciplinares, por los que apostará firmemente la universidad alemana de
los primeros años del siglo XIX, en Francia, en un contexto de fuerte
agitación social (los años que siguieron a
la revolución), empezarían a aparecer otras
tentativas en torno a una ciencia de lo social. Marcadas por el ideal ilustrado
de progreso, estas tentativas surgen al servicio de un ideal de reorganización
de la sociedad según criterios racionales y científicos. Esta misma
idea de sociedad, en todo caso, más que darse en términos
matemáticos, se vería atravesada la
misma concepción organicista que había impulsado el
vitalismo romántico. El individualismo que venía configurándose desde el Renacimiento y que a lo largo del siglo XVI y XVII sienta las bases para una idea de sociedad entendida como asociación de individuos aislados, entrará en crisis, abriendo el paso hacia una visión más orgánica de la sociedad y a una reconsideración del ser humano como ser social. En esa lógica, de hecho,
estas tentativas se plantearán como una “fisiología
social”, marcando así su
relación de continuidad (material, objetivo) con las ciencias
naturales.
El
siglo XIX ve así conformarse nuevas
líneas disciplinares: junto a la filosofía,
que logra por fin un estatuto igual, si no superior, al de las antiguas
facultades de derecho, medicina y teología (a la última
de las cuales había estado sometida durante siglos), cobrarán
ahora entidad nuevas disciplinas como las ciencias históricas,
la filología, la química o la fisiología. A ello
contribuirá la progresiva
institucionalización de estos saberes en la universidad, que hasta el siglo
XVIII se había mantenido, por lo general, anclada a la enseñanza medieval. Será sobre
todo la reforma universitaria que lleva a cabo el Estado prusiano, en los
primeros años del siglo XIX, la que contribuirá a ello.
Aunque había habido otras reformas universitarias con anterioridad, será este modelo, orientado tanto a la difusión como a la creación (innovación) de conocimientos, el que supondrá una ruptura definitiva con la universidad medieval. Los nuevos académicos no sólo eran docentes, sino también investigadores originales, se dedicaban a formar a nuevas generaciones de académicos, promoviendo un desarrollo exponencial de sus propias disciplinas, a la vez que difunden su trabajo a un público más general, como parte de una educación nacional.
El
modelo, diseñado en buena medida a partir de las ideas de Wilhelm von
Humboldt (1769- 1859), que él mismo contribuirá a poner a marcha en Berlín (con el apoyo
también de su hermano, el naturalista Alexander von Humboldt),
aspiraba a vincular la reflexión filosófica-
humanista con la ciencia. Concebida al servicio de un proyecto de Estado, esta
universidad estaba pensada expresamente contra la recién
implantada reforma napoleónica, un sistema tecnocrático pensado para
el beneficio de las élites sociales y la transformación
de las universidades en escuelas de oficios. Frente a ese modelo, el Estado
prusiano apostaba por formar personas cultivadas, que no fueran solo serviles
funcionarios o profesionales, y que pudieran contribuir a la vez a la formación
de las nuevas generaciones, desde la primaria y el Gymnasium (instituto) hasta
la enseñanza universitaria.
Las
nuevas disciplinas por las que apuesta este modelo universitario, que van desde
las ciencias exactas o naturales hasta las ciencias humanas y sociales (sin que
exista aún una línea divisoria neta entre ellas), irán
reclamando progresivamente su autonomía, marcando sus
distancias no tanto con la filosofía (de la que, en
general, se consideran parte) sino con una filosofía de corte
puramente especulativo, apostando por un trabajo empírico y objetivo.
Será en ese marco donde,
en el último tercio del siglo XIX, tenga lugar la consolidación
institucional de la psicología. Hasta entonces, las cuestiones psicológicas
no formaban aún una línea de investigación autónoma,
sino se podían encontrar tanto en manos de la filosofía (con Herbart o
Lotze), como de la fisiología (Weber, Fechner), o la filología y la lingüística
(Lazarus y Steinthal). En este último caso, se ve una importante línea de continuidad entre la vía, inaugurada por
Kant, de una psicología empírica como núcleo de un proyecto
antropológico, y la psicología de los pueblos.
Todas estas tentativas para el estudio empírico de la mente,
ya sea en una vía más matemática, fisiológica o cultural,
encontrarán una plataforma de despegue sin igual en la figura de
Wundt.
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