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sábado, 17 de septiembre de 2011

La segunda vida del arte

En la actualidad, es difícil distinguir entre el verdadero arte y los múltiples productos que se nos intentan vender como tal. La relación del arte con la economía se ha transformado plenamente desde la Antigüedad hasta nuestros días. En el Renacimiento existía un mecenas que ayudaba al artista económica y vitalmente; en los siglos XVII y XVIII, las monarquías europeas apoyaban el arte con sus artistas de la corte. Pero todo ello se ha metamorfoseado en el siglo XX en un empresario que vende arte como vende cualquier otro producto del mercado, y esto ha provocado que se produzcan obras banales, poco trabajadas y frívolas, con el único fin de sacar el máximo provecho económico posible.
En este reino de la confusión, se llega incluso a pensar que para que un objeto pueda ser considerado artístico se requiere simplemente que cumpla estas cuatro condiciones:
  1. Que sea el fruto de alguien que diga ser artista.
  2. Que sea expuesto en una galería, publicado o exhibido.
  3. Que los críticos ayuden al artista a hacer pública su obra.
  4. Que se venda.
De acuerdo con esto, resulta que el modo de decidir qué es arte y qué no lo es se asemeja, en buena medida, a una operación comercial: arte es lo que se cotiza en el mercado. Sin embargo, en ninguna de esas condiciones legitimadoras del arte se pide que la obra produzca un impacto emocional en el espectador, y, sin embargo, éste ha sido el criterio que desde la Antigüedad nos ha orientado para decidir qué es arte y qué no lo es.
Lluís Racionero llama a este criterio la segunda vida del arte. Sólo aquello que produce un verdadero impacto en el espectador es arte. La obra nace en la mente del artista y renace (segunda vida) en el espectador. Son las dos vidas del arte: nace en el artista y renace en el espectador. Se diría que el espectador emocionado vuelve a la realidad y la percibe transfigurada a causa de su nuevo estado de ánimo. Ésa es la enorme utilidad del arte, su función perenne, válida incluso en una época de divesión como la nuestra, porque, una vez que el espectador haya captado la realidad transfigurada, el mundo ya no volverá a ser como antes.
Es, por tanto, en la emoción donde debe buscarse la clave que permita distinguir con claridad qué objetos o producciones pueden ser consideradas obras de arte. De ahí que podamos aceptar como legítima la definición de arte que propone Racionero: "arte es todo objeto material o mental compuesto por un ser humano que puede provocar una emoción a un grupo de espectadores". Examinemos brevemente los tres ejes sobre los que está estructurada esta definición: el espectador, el objeto creado y la relación entre ambos.
    
    La balsa de la Medusa, de Théodore Géricault (1819)
    Museo del Louvre, París
    
  1. Por parte del espectador, son requeridas una serie de condiciones tanto de carácter personal, tales como agudeza de los sentidos, acumulación de experiencias previas, etc., como de naturaleza histórico-social (desarrollo cultural de los sentidos).
  2. El objeto, por su parte, también debe cumplir una serie de requisitos que lo acerquen lo más posible a la obra de arte. Desde un punto de vista formal, ha de tener las siguientes propiedades: unidad en la diversidad, proporción, escala humana, sorpresa, ritmo vital, etc. Pero también existe una serie de condiciones sociales que acercan una determinada creación al rango de obra de arte, siendo la principal el que ésta se ocupe de alguno de los problemas, hechos o misterios que más vivamente interesan a una sociedad en un momento dado. Cuanto más relevante, a nivel social, sea el tema de una obra de arte, tanto mayor será la probabilidad de que causa impacto en un número elevado de sujetos receptores.
  3. Finalmente, es preciso examinar el concepto de emoción. Considerémosla como "una carga del sistema nervioso que, al superar el nivel de intensidad, escapa al control de la razón y deviene autónoma como un reflejo condicionado: es el escalofrío producido por la música, el sobrecogimiento que nos embarga al oír un poema sublime, el abandono estático que nos invade al recibir cualquier impresión sensorial provocado por un acto humano de gran fuerza" (Racionero, Arte y ciencia).

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