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viernes, 7 de agosto de 2015

La ciencia moderna y la mente como espacio de la experiencia subjetiva


Los verdaderos responsables del nacimiento de la psicología moderna son los físicos mecanicistas del siglo XVII. Esta nueva filosofía natural se oponía a la filosofía natural aristotélica, caracterizada por la atribución de poderes a la materia (como por ejemplo, en su tratamiento de los imanes, que se consideraban dotados del poder de la “atracción magnética”). Estas ideas iban en contra del catolicismo de la reforma que, en su desarrollo de una sensibilidad religiosa más puritana y austera, reservaba el poder activo sólo para Dios. En este contexto, los reformadores católicos más comprometidos con el desarrollo de la ciencia (la filosofía natural) se preocuparon especialmente por las ideas del naturalismo renacentista. En un giro hacia el mecanicismo, hicieron de la materia algo completamente inerte (sin capacidades). La materia, incluyendo el cuerpo humano, se volvía así algo mecánico, movido únicamente por la mano de Dios.
En ese marco científico y religioso desarrolla su trabajo René Descartes (1596-1650). Formado en la tradición escolástica en el colegio jesuita de La Flèche (cerca de París), Descartes se proponía desarrollar un método, un conjunto de reglas, que nos permitiera ordenar nuestro pensamiento y no confundir lo verdadero con lo falso. Fue precisamente su contacto con la física lo que le había convencido de la necesidad de desconfiar de los sentidos, que a veces nos llevan a engaño.
Para probar la falsedad de algunas ideas, y sobre todo, para luchar contra el hábito de fiarnos de nuestros sentidos, Descartes desarrolla sus Meditaciones, que, en el sentido de la filosofía clásica greco-latina, no se presentan como una teoría sino como un “ejercicio a practicar”. Se propone así dudar sistemáticamente de todas sus creencias, rechazando como falso todo aquello de lo que se pueda dudar. En el proceso de esta “duda metódica”, Descartes concluye que lo único de lo que no podía dudar era de que, al estar pensando, era algo: existía. Así lo recoge su famosa expresión Cogito ergo sum, “Pienso luego existo”.
De ese “yo pensante” indudable, Descartes dedujo no solo su propia existencia sino la existencia de Dios y, basado en la perfección de éste, el concepto de ley natural. Luego dedujo que el mundo consiste solo en materia (sustancia extensa) y movimiento, siendo ambos (materia y movimiento) modos de existencia claros y cuantificables. A partir de ahí, el conocimiento del mundo se convirtió en un problema de geometría analítica, de relaciones entre puntos y líneas. Explicar algo se reducía a describir la sustancia extensa en términos matemáticos. El mundo aristotélico de las cualidades, espíritus, causas formales y finales, quedaba así sustituido por un sistema mecánico de definiciones precisas y demostración matemática. Este giro, del que Descartes dio cuenta en su Discurso del método para conducir bien la razón (1637), tuvo un gran impacto en la historia de la ciencia, especialmente en la mecánica y la física, inspirando los trabajos de Boyle, de Ch. Huygens así como los del joven Newton. También supuso un cambio radical en la concepción del hombre.
El concepto cartesiano del “Yo pensante” es descrito como una sustancia que se distingue por: la capacidad de pensar y por ser lo contrario que la materia, es decir, inextensa, indivisible e incuantificable (no requiere de ningún lugar ni depende de nada material para existir). Ese yo, alma inmaterial e inmortal, se presenta así en términos radicalmente opuestos al cuerpo, desmarcándose totalmente de la noción de alma de Aristóteles, que la definía como forma del cuerpo. En su lugar, Descartes establece una nueva división ontológica, el famoso “dualismo cartesiano”, entre el cuerpo, entendido como una máquina cuyas operaciones pueden ser perfectamente explicadas como procesos físicos sin necesidad de recurrir a fuerzas vitales, y el alma en general, la res cogitans, algo que duda, entiende, afirma, niega, desea, rechaza pero que también imagina y siente.
De esta división fundamental, se desprende una idea de especial importancia, a saber, la realidad del alma inmortal, que le permitía satisfacer tanto su propia fe así como la de los teólogos católicos, temerosos de su crítica de la filosofía aristotélica. Por otro lado, de esa división también se desprendía otra idea fundamental: que la presencia combinada de alma y cuerpo sólo se da en el ser humano, eliminando la posibilidad de que los animales tengan alma. 
Descartes quería que los lectores vieran que su “mente” no era el “alma” de Aristóteles, por lo que recurrirá explícitamente al empleo del término “mens”, que se refiere únicamente al principio en virtud del cual pensamos, por oposición al de “anima”, por el que se entiende el principio vital por el que nos nutrimos, crecemos y demás funciones que compartimos con los animales. Con esta mente opuesta al cuerpo, propiedad exclusiva de los seres humanos, Descartes sienta las bases para crear el objeto del que se ocupará la moderna psicología: una sustancia inextensa, indivisible e incuantificable, excluida radicalmente de la filosofía mecánica.
A partir de aquí, lo opuesto a “alma” (anima, principio de vida) ya no será la ausencia de vida, sino el cuerpo, que pasa a ser un cuerpo mecánico. Se desarrolla entonces un nuevo discurso sobre la naturaleza humana, la mente y la subjetividad, que subrayará la idea de reflexión y autocontrol, traduciendo los valores sociales en formas de refinamiento individual. El siguiente paso para la creación de un lenguaje sobre la mente y la conciencia, lo dará John Locke (1632-1704).
Como Descartes, Locke defiende (contra el pensamiento aristotélico-tomista) que la mente sólo conoce sus propias ideas (no conoce formas o esencias, ni siquiera objetos en sí mismos). A diferencia de Descartes, sin embargo, cuya filosofía recibe la etiqueta de racionalismo (por su búsqueda de certezas en la naturaleza misma del razonamiento), Locke subrayará el papel de la experiencia y de la asociación, negando que las ideas sean innatas. Para Locke, cuya filosofía recibirá el nombre de empirismo, todas las ideas (Dios, sustancia, identidad, número, espacio, etc.) provienen de la experiencia, como refleja la metáfora de la mente como una “tabula rasa”, una pizarra en blanco donde la sensación imprime un registro de lo que ocurre. Nuestros contenidos mentales más complejos y abstractos no serían sino el resultado de procesos asociativos que operan sobre las sensaciones, dando lugar a nuestros conceptos más abstractos y generales, a partir de una serie de leyes que, al modo en que entendemos las leyes de la física, rigen la asociación de las sensaciones más simples. Estas leyes son la ley de semejanza, ley de contigüidad y ley de causalidad.

John Locke
Locke niega el carácter innato de las ideas, pero no todo innatismo. Para él la mente también posee poderes innatos. En particular, se refiere a la capacidad de “reflexión”, es decir, la capacidad para percibir y reflexionar sobre las operaciones internas de nuestra mente. El Ensayo sobre el entendimiento humano (1690) usa precisamente este análisis (reflexivo, introspectivo) para examinar el origen de todas nuestras ideas. A través de la introspección -no del alma, para conocer a Dios, sino de la “mente”, para saber cómo funciona y fundamentar el conocimiento-, el “método analítico”, que permite de paso clarificar el significado de los conceptos y remediar los abusos escolásticos del lenguaje, cobra ahora una importancia excepcional.
La aproximación de Locke a la experiencia está sin duda relacionada con la mirada científica de la modernidad. Apenas tres años antes de la publicación de su Ensayo, que sería reeditado numerosas veces, habían aparecido los Principios Matemáticos de la Filosofía Natural de Newton (1687). Pero también, como en el caso de Descartes, estaba vinculado con asuntos de fe y la salvación. Defensor de la moral cristiana, Locke insistía en que la fe debía ser consonante con la razón. Su análisis del entendimiento apuntaba en último término a la posibilidad de que diferentes experiencias dieran lugar a diferentes ideas, abriendo la puerta a la tolerancia religiosa, un problema de primer orden a finales del siglo XVII en Inglaterra. Aunque la filosofía posterior vería en esa misma apertura la puerta a la relatividad de la verdad, y al escepticismo (con Hume), Locke no estaba aún en ese punto. Su análisis del entendimiento humano tenía más que ver con su preocupación por la moral que por el conocimiento: esperaba precisamente encontrar el fundamento de un orden moral en las leyes de la naturaleza humana que rigen nuestra experiencia. Filósofos morales posteriores como Jeremy Bentham se apoyarían en sus ideas para desarrollar una teoría natural de la motivación como el utilitarismo, según la cual nuestras acciones buscan siempre maximizar el placer y minimizar el dolor. Sin embargo, Locke consideraba que las personas son libres: gracias a la reflexión, tenemos la capacidad de suspender nuestros deseos (provocados por las sensaciones de placer y dolor) y examinar y juzgar la bondad o maldad de la acción. Por último, el papel otorgado a la experiencia le hizo conceder una gran importancia a la educación, que tendría gran influencia en filósofos como Rousseau.
Si en el mundo moderno Descartes constituye la referencia principal del Racionalismo, por su confianza en la razón, Locke será la referencia fundamental del Empirismo, por su confianza en los sentidos. Ambos, en todo caso, comparten una concepción de la mente y del conocimiento que supone un punto de inflexión con respecto al realismo aristotélico, según el cual percibimos directamente la forma de los objetos. En su lugar, tanto Descartes como Locke plantean que no conocemos directamente las cosas, la realidad, sino las ideas que tenemos en nuestra mente. Estas ideas, a diferencia de lo que ocurría en la filosofía idealista platónica, no existen en un mundo transcendente (mundo de las ideas), divino. Las ideas ahora son únicamente contenidos mentales, imágenes, copias o representaciones de la realidad. A lo largo del siglo XVII, indagar en este “alma racional” constituirá una preocupación fundamental para la mayoría de los pensadores, y ese análisis de la razón resultará un pilar fundamental para el desarrollo de las ciencias humanas.
A este respecto, cabe destacar la figura del filósofo, lógico y matemático Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716), que contestará la obra de Locke con unos Nuevos ensayos sobre el entendimiento (publicación póstuma, en 1765, redactado entre 1703-1704). Como Descartes, Leibniz admitía la existencia de ideas innatas y desconfiaba de la experiencia sensible en los procesos de conocimiento. El empirismo, al carecer de garantías acerca del conocimiento que tenemos del mundo a través de la experiencia, abría la puerta al escepticismo. A la vez, como hiciera unos años antes el filósofo Baruch Spinoza (1632- 1677), Leibniz se enfrentaba al problema de la relación entre mente y cuerpo que había abierto el dualismo cartesiano. Cuestionando el dualismo cartesiano y buscando un modo de garantizar la verdad del conocimiento, Leibniz desarrollaría una compleja metafísica racionalista, a la que llamó monadología (1714). Según dicho sistema, el universo estaría compuesto por una infinidad de “mónadas” (una especie de átomos), cada una de las cuales estaría en cierto modo “viva” (animada) y poseería un cierto grado de conciencia. Aquellas mónadas provistas de percepciones conscientes y razón formarían el “reino de los espíritus”. Como una forma de combatir el escepticismo, Leibniz planteó que entre dicho reino (la razón) y el “reino de la naturaleza” (el mundo físico), habría una “armonía pre- establecida” (por Dios), que garantizaría la verdad del conocimiento. El sistema de Leibniz resulta tan complejo como obscuro, pero tendría implicaciones importantes para la psicología. En particular, las dos características fundamentales con las que definió la mente eran: actividad (frente a la pasividad de las tradiciones empiristas y asociacionistas) y la unidad de la vida mental, rasgos que se convertirían en principios centrales de la psicología de habla germana.
El énfasis que estos nuevos sistemas metafísicos pondrán en el poder de la razón sentará de alguna forma las bases para el desarrollo de la Ilustración a lo largo del siglo XVIII. Pero serán sobre todo los escritos de Locke y su recepción en Francia, en una filosofía natural que vendría a socavar las bases del Antiguo Régimen, los que tendrían un mayor impacto en ese sentido. Su defensa de la libertad de conciencia como derecho fundamental, sería el pivote respecto al cual se integrarían los demás derechos y libertades que la Revolución Francesa exigía. La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, adoptada en 1789 por la Asamblea Constituyente, marcaría de alguna forma el triunfo del Individuo.

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