Gracias
al progresivo redescubrimiento de las fuentes clásicas, a partir del siglo XIV
y a lo largo del siglo XV tuvo lugar una vuelta a los valores de la cultura
greco-latina que se impondría a la mentalidad más rígida y dogmática
establecida en Europa durante la Edad Media. Dicho periodo, que ha recibido el
nombre de Renacimiento, resultó de la difusión de las ideas del Humanismo, un
movimiento filosófico y cultural que promovía una nueva concepción del
hombre y del mundo. Inspirándose en el antiguo humanismo griego, el siglo XV
dejaba atrás el teocentrismo medieval, que otorgaba un lugar central a Dios,
para situar al hombre en el centro. Frente a los estudios teológicos y escolásticos,
heredados del medievo, más centrados en la lógica, los estudios humanistas
(studia humanitatis) promovían una formación íntegra a partir de las fuentes
clásicas, que incluían
gramática, retórica, poética, historia y filosofía moral. La docencia humanística,
ligada a su vez al desarrollo de las ciudades y la vida urbana, promovía en
cierto modo un conocimiento de los individuos como agentes responsables, que
sabían lo que era natural y correcto hacer o sentir en determinadas
circunstancias. Aunque el conocimiento del hombre seguía ligado a cuestiones
teológicas y asuntos de fe, se produce un cambio de primera importancia en
el individuo, que deja de ser un mero súbdito para empezar a ser un ciudadano.
Durante
el Renacimiento humanista tuvo lugar además la más intensa de las exigencias
de reforma en la historia del cristianismo. A comienzos del siglo XVI, en
Alemania, Martin Lutero (1483-1546) denuncia la degeneración de la institución
eclesiástica, a la que acusa de avaricia y paganismo, e inicia un movimiento
de renovación evangélica. La repercusión de sus críticas fue inmediata. Lutero,
que en sus sucesivas intervenciones llegó a cuestionar la autoridad de la
Iglesia (y del Papa), como mediadora de lo sagrado, no tardó en ser declarado
hereje y expulsado del Imperio (edicto de Worms, 1521). La posterior obligación
de aplicar en los diferentes territorios el edicto de Worms, dio lugar a una
protesta conjunta por parte de las autoridades políticas locales, príncipes
alemanes y representantes de ciudades libres, contra el papado y la Iglesia que
terminaría dividiendo a la iglesia occidental. En 1555, con la paz de
Augsburgo, que afirmó el principio según el cual “el que gobierna una región
determina su religión”, ratificó la división confesional del Sacro Imperio Romano Germano y de Europa en
dos campos: el de la confesión católica
y el de la luterana. Más tarde se reconocería también la confesión reformada o
calvinista así como
el de la anglicana, dando lugar a un pluralismo religioso en el seno del
cristianismo europeo, hasta entonces desconocido.
Para
frenar el avance de las doctrinas protestantes y la crisis provocada por la
Reforma, la Iglesia romana llevó a cabo una Contrarreforma, tomando una serie
de medidas para poner fin a los abusos existentes. Estas medidas comprendían
desde la formación de los sacerdotes (con la fundación de los seminarios),
hasta el control de las prácticas y creencias de los fieles, especialmente de
culto a los santos, mediante visitas pastorales. Junto a esta labor
disciplinaria, que conllevó una revitalización de la meditación y la oración
como forma de control de las pasiones, el examen cotidiano de conciencia y la
confesión, se desarrolló también una importante vía mística. En este
contexto se fundaron la Compañía de Jesús, cuyo primer General será San
Ignacio de Loyola (1491-1556), autor de los Ejercicios Espirituales, y la
orden de los carmelitas descalzos, que renovó la espiritualidad cristiana
mediante la mística, con figuras como Santa Teresa de Jesús o San Juan de la
Cruz.
Salvo por el fortalecimiento de la figura del Papa y la jerarquía eclesiástica, muchas de las medidas de la Contrarreforma se acercaban bastante a lo que buscaba la propia Reforma Protestante, en la línea de una revitalización de la filosofía greco-latina como “terapia para la salvación individual” (si bien en términos cristianos). El conocimiento del hombre, hacia el que había girado el humanismo, se convierte en un objetivo central al servicio de dicha salvación. Éste, como veremos, era el foco fundamental de la medicina, donde se seguían muy de cerca los textos aristotélicos y en particular su De anima. Pero este conocimiento no se limitaba a la disciplina médica: estaba repartido entre todas las materias de los estudios humanistas así como entre las otras dos grandes profesiones: la teología y el derecho.
El protestantismo daría un nuevo impulso a este conocimiento del hombre, al servicio fundamentalmente de la moral. En la medida en que para el protestantismo todo lo humano está “contaminado” por el pecado (el hombre fue corrompido por el pecado original y la maldad siempre está presente en cualquier comportamiento humano), su misión fundamental es alejar al hombre de su naturaleza pecaminosa. Para ello necesitaba precisamente desarrollar conocimientos sobre el alma, que afectan tanto al cuerpo (la física) como al alma inmaterial. Además de fomentar el estudio y la enseñanza disciplinada sobre las capacidades del alma, todo teólogo debía dominar las discusiones más eruditas sobre el alma, sobre los cinco sentidos externos, sobre el saber y la voluntad.
Será precisamente
un discípulo de Lutero, Felipe
Melanchton (1497-1560), quien, siguiendo líneas del humanismo renacentista, se
encargará de reconstruir la docencia en las universidades protestantes del
centro de Europa, en las que se formaban los cuadros clericales y
administrativos de los Estados territoriales. En dicha reorganización ocupaban
un lugar primordial las artes prácticas para el manejo del alma, como por
ejemplo la “retórica”, entendida como un medio de transformación del alma
humana y ayuda a su salvación. El mismo Melanchton escribió un comentario al
tratado sobre el alma de Aristóteles, Commentarius de anima (1539-1540),
enriquecido con una amplia actualización de las últimas investigaciones en
anatomía, que sería el más influyente del siglo XVI (reimpreso hasta quince
veces y utilizado en todas las facultades de Letras y Medicina), perpetuando la
agenda aristotélica.
A diferencia de Aristóteles, en todo caso, Melanchton no solo afirmaba la inmortalidad del alma sino que centraba la discusión en términos más teológicos, alejándose tanto de la perspectiva aristotélica como del marco de la filosofía natural desde el que se leía ya en su tiempo. Así, mientras que Aristóteles hacía del alma el principio de todos los seres animados, su manual se centraba en los seres humanos. El conocimiento humano, según Melanchton, se restringe por el pecado original a la experiencia sensorial, por lo que es necesario distinguir ese conocimiento limitado de las certezas de la fe. Dejando esto claro, Melanchton se apoya en Galeno para dar cuenta cuidadosamente del alma sensitiva y del cuerpo, situando cada una de las partes del alma en un órgano corporal: el alma racional, que comprende el intelecto y la voluntad, en la cabeza, el alma sensitiva en el corazón y el alma vegetativa, en el hígado. Por último, ofrece toda una filosofía moral práctica para el dominio de las pasiones, integrando la descripción aristotélica de las facultades del alma con la filosofía moral cristiana y pagana acerca de lo que es correcto o no. La filosofía moral había obrado de hecho una importancia especial en el curriculum universitario renacentista (junto a la retórica y la historia), gracias al humanismo y su énfasis cívico.
Salvo por el fortalecimiento de la figura del Papa y la jerarquía eclesiástica, muchas de las medidas de la Contrarreforma se acercaban bastante a lo que buscaba la propia Reforma Protestante, en la línea de una revitalización de la filosofía greco-latina como “terapia para la salvación individual” (si bien en términos cristianos). El conocimiento del hombre, hacia el que había girado el humanismo, se convierte en un objetivo central al servicio de dicha salvación. Éste, como veremos, era el foco fundamental de la medicina, donde se seguían muy de cerca los textos aristotélicos y en particular su De anima. Pero este conocimiento no se limitaba a la disciplina médica: estaba repartido entre todas las materias de los estudios humanistas así como entre las otras dos grandes profesiones: la teología y el derecho.
El protestantismo daría un nuevo impulso a este conocimiento del hombre, al servicio fundamentalmente de la moral. En la medida en que para el protestantismo todo lo humano está “contaminado” por el pecado (el hombre fue corrompido por el pecado original y la maldad siempre está presente en cualquier comportamiento humano), su misión fundamental es alejar al hombre de su naturaleza pecaminosa. Para ello necesitaba precisamente desarrollar conocimientos sobre el alma, que afectan tanto al cuerpo (la física) como al alma inmaterial. Además de fomentar el estudio y la enseñanza disciplinada sobre las capacidades del alma, todo teólogo debía dominar las discusiones más eruditas sobre el alma, sobre los cinco sentidos externos, sobre el saber y la voluntad.
Felipe Melanchton (1497-1560) |
A diferencia de Aristóteles, en todo caso, Melanchton no solo afirmaba la inmortalidad del alma sino que centraba la discusión en términos más teológicos, alejándose tanto de la perspectiva aristotélica como del marco de la filosofía natural desde el que se leía ya en su tiempo. Así, mientras que Aristóteles hacía del alma el principio de todos los seres animados, su manual se centraba en los seres humanos. El conocimiento humano, según Melanchton, se restringe por el pecado original a la experiencia sensorial, por lo que es necesario distinguir ese conocimiento limitado de las certezas de la fe. Dejando esto claro, Melanchton se apoya en Galeno para dar cuenta cuidadosamente del alma sensitiva y del cuerpo, situando cada una de las partes del alma en un órgano corporal: el alma racional, que comprende el intelecto y la voluntad, en la cabeza, el alma sensitiva en el corazón y el alma vegetativa, en el hígado. Por último, ofrece toda una filosofía moral práctica para el dominio de las pasiones, integrando la descripción aristotélica de las facultades del alma con la filosofía moral cristiana y pagana acerca de lo que es correcto o no. La filosofía moral había obrado de hecho una importancia especial en el curriculum universitario renacentista (junto a la retórica y la historia), gracias al humanismo y su énfasis cívico.
“La
filosofía moral llevaba al hombre a prestarse atención a sí mismo y a prestársela
a otros, reforzando el sentido de una identidad subjetiva y social.”
Francisco Suárez 1548-1617 |
Es precisamente en estos momentos, a finales del siglo XVI, cuando empieza a aparecer, como en los textos de algunos discípulos de Melanchton, el término “psicología”. Su uso, sin embargo, no parece significar ninguna transformación importante en el estudio del alma. La irrupción del término, resultado de una traducción helenizante de lo que se venía llamando “ciencia del alma”, no significa que existiera ya entonces la psicología como una ciencia unitaria en el sentido en que lo entendemos hoy –unidad, por otro lado, más que discutible.
Sea como fuera, en el siglo XVII ni siquiera se puede hablar de un intento de integración en torno a un ámbito de saber. El estudio del alma se daba de forma más o menos fragmentada entre diversos ámbitos: la física, donde se estudiaba la parte del alma ligada al cuerpo, es decir, a los sentidos (más o menos lo que hoy llamaríamos fisiología); la llamada pneumatología, dedicada al estudio de los espíritus (alma inmortal); y la filosofía moral (ética y política), dedicadas al escrutinio del alma racional, compuesta de entendimiento y voluntad así como de una conciencia moral, juez interno, registro de la culpabilidad, ante el que responden aquellos actos de la voluntad que no pasan por el entendimiento (los afectos). Desde esta perspectiva, el estudio del alma constituía un asunto prioritario para cortesanos y gobernantes, del que pasaría a ocuparse toda una literatura política y moral cuya finalidad era precisamente educar, fortalecer la voluntad y modelar el entendimiento.
El Renacimiento supone así, con su vuelta al humanismo clásico, una dignificación del hombre y un paso más en la exploración de su conciencia. Asimismo, con la Reforma y la disolución del Santo Impero Romano Germánico, lo esencial de la religión pasa a residir en la conciencia de cada cristiano. La antigua comunidad cristiana jerárquica queda disuelta en numerosos Estados individuales, a la vez que cada estado se entiende como una asociación (societas) de hombres individuales. Los teóricos del Derecho Natural deducirán de esta idea de individuo, sujeto de derechos determinados en la naturaleza humana (previos y superiores a las leyes sociales), los principios de la vida social y política que sentarán las bases del Estado democrático moderno. Diferentes teorías del contrato, jurídicas, éticas y políticas, a lo largo del siglo XVII (Hobbes, Locke) y XVIII (Rousseau), tratarán de explicar la unión entre esos individuos que ahora aparecen como originalmente aislados.
La noción de individuo independiente y autónomo, base de la sociedad moderna, se encuentra en pleno despegue. Ahora bien, tampoco aquí se puede hablar aún de esa conciencia psicológica propia de la modernidad, ligada al concepto de mente como espacio de la subjetividad. Más que la dignificación del hombre en sí, propia del Renacimiento, lo que marcará el paso a la modernidad será sobre todo la dignificación del alma como vía de conocimiento a través de los sentidos, de la experiencia, resultado de una confianza en las capacidades humanas. En ese proceso, los trabajos de Francis Bacon (1561-1626), Johannes Kepler (1571-1630) y Galileo Galilei (1564-1642) resultarán fundamentales a la hora de hacer valer dichas capacidades, a través de la experiencia, el razonamiento y la experimentación en la construcción del conocimiento. Esta vía, abierta en última instancia por la propia filosofía aristotélica al afirmar que no hay nada en el intelecto que no esté primero en los sentidos, llegaría a convertirse en la segunda mitad del siglo XVII en el conocimiento por excelencia, desbancando progresivamente la autoridad de la Iglesia. A partir de ahí, empezaremos a encontrar un conflicto entre ciencia y religión, que se saldará con un (al menos aparente) triunfo de la razón en el siglo XVIII, también llamado de las Luces o Ilustración.
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