Los verdaderos responsables del
nacimiento de la psicología moderna
son los físicos mecanicistas
del siglo XVII. Esta nueva filosofía
natural se oponía a la filosofía natural aristotélica, caracterizada por la atribución de poderes a la materia (como por
ejemplo, en su tratamiento de los imanes, que se consideraban dotados del poder
de la “atracción magnética”). Estas ideas iban en contra del
catolicismo de la reforma que, en su desarrollo de una sensibilidad religiosa
más puritana y austera,
reservaba el poder activo sólo para Dios. En este
contexto, los reformadores católicos más
comprometidos con el desarrollo de la ciencia (la filosofía natural) se preocuparon
especialmente por las ideas del naturalismo renacentista. En un giro hacia el
mecanicismo, hicieron de la materia algo completamente inerte (sin
capacidades). La materia, incluyendo el cuerpo humano, se volvía así algo mecánico, movido únicamente
por la mano de Dios.
En ese marco científico y religioso desarrolla su
trabajo René Descartes
(1596-1650). Formado en la tradición escolástica
en el colegio jesuita de La Flèche (cerca de París),
Descartes se proponía desarrollar un método, un conjunto de reglas, que nos
permitiera ordenar nuestro pensamiento y no confundir lo verdadero con lo
falso. Fue precisamente su contacto con la física
lo que le había convencido de la
necesidad de desconfiar de los sentidos, que a veces nos llevan a engaño.
Para probar la falsedad de algunas
ideas, y sobre todo, para luchar contra el hábito
de fiarnos de nuestros sentidos, Descartes desarrolla sus Meditaciones, que, en
el sentido de la filosofía clásica greco-latina, no se presentan
como una teoría sino como un “ejercicio a practicar”. Se propone así dudar
sistemáticamente de todas
sus creencias, rechazando como falso todo aquello de lo que se pueda dudar. En
el proceso de esta “duda metódica”,
Descartes concluye que lo único de lo que no
podía dudar era de que,
al estar pensando, era algo: existía.
Así lo
recoge su famosa expresión Cogito ergo sum, “Pienso luego existo”.
De ese “yo
pensante” indudable,
Descartes dedujo no solo su propia existencia sino la existencia de Dios y,
basado en la perfección de éste, el concepto de ley natural.
Luego dedujo que el mundo consiste solo en materia (sustancia extensa) y
movimiento, siendo ambos (materia y movimiento) modos de existencia claros y
cuantificables. A partir de ahí,
el conocimiento del mundo se convirtió en un problema de geometría analítica,
de relaciones entre puntos y líneas.
Explicar algo se reducía a describir la
sustancia extensa en términos matemáticos. El mundo aristotélico de las cualidades, espíritus, causas formales y finales,
quedaba así sustituido
por un sistema mecánico de definiciones
precisas y demostración matemática. Este giro, del que Descartes
dio cuenta en su Discurso del método para conducir bien la razón (1637), tuvo un gran impacto en la
historia de la ciencia, especialmente en la mecánica
y la física, inspirando los
trabajos de Boyle, de Ch. Huygens así como los del joven Newton. También supuso un cambio radical en la
concepción del hombre.
El concepto cartesiano del “Yo pensante” es descrito como una sustancia que se
distingue por: la capacidad de pensar y por ser lo contrario que la materia, es
decir, inextensa, indivisible e incuantificable (no requiere de ningún lugar ni depende de nada material
para existir). Ese yo, alma inmaterial e inmortal, se presenta así en términos radicalmente
opuestos al cuerpo, desmarcándose totalmente de
la noción de alma de Aristóteles, que la definía como forma del cuerpo. En su lugar,
Descartes establece una nueva división ontológica,
el famoso “dualismo cartesiano”, entre el cuerpo, entendido como una
máquina cuyas
operaciones pueden ser perfectamente explicadas como procesos físicos sin necesidad de recurrir a
fuerzas vitales, y el alma en general, la res cogitans,
algo que duda, entiende, afirma, niega, desea, rechaza pero que también imagina y siente.
De esta división fundamental, se desprende una idea
de especial importancia, a saber, la realidad del alma inmortal, que le permitía satisfacer tanto su propia fe así como
la de los teólogos católicos, temerosos de su crítica de la filosofía aristotélica.
Por otro lado, de esa división también se desprendía otra idea fundamental: que la
presencia combinada de alma y cuerpo sólo
se da en el ser humano, eliminando la posibilidad de que los animales tengan
alma.
Descartes quería que los lectores vieran que su “mente” no era el “alma” de
Aristóteles, por lo que
recurrirá explícitamente al empleo del término “mens”, que se refiere únicamente al principio en virtud del
cual pensamos, por oposición al de “anima”,
por el que se entiende el principio vital por el que nos nutrimos, crecemos y
demás funciones que
compartimos con los animales. Con esta mente opuesta al cuerpo, propiedad
exclusiva de los seres humanos, Descartes sienta las bases para crear el objeto
del que se ocupará la moderna psicología:
una sustancia inextensa, indivisible e incuantificable, excluida radicalmente
de la filosofía mecánica.
A partir de aquí, lo opuesto a “alma” (anima, principio de vida) ya no será la
ausencia de vida, sino el cuerpo, que pasa a ser un cuerpo mecánico. Se desarrolla entonces un nuevo
discurso sobre la naturaleza humana, la mente y la subjetividad, que subrayará la
idea de reflexión y autocontrol,
traduciendo los valores sociales en formas de refinamiento individual. El
siguiente paso para la creación
de un lenguaje sobre la mente y la conciencia, lo dará John Locke (1632-1704).
Como Descartes, Locke defiende
(contra el pensamiento aristotélico-tomista)
que la mente sólo conoce sus propias
ideas (no conoce formas o esencias, ni siquiera objetos en sí mismos).
A diferencia de Descartes, sin embargo, cuya filosofía
recibe la etiqueta de racionalismo (por
su búsqueda de certezas en
la naturaleza misma del razonamiento), Locke subrayará el
papel de la experiencia y de la asociación,
negando que las ideas sean innatas. Para Locke, cuya filosofía recibirá el nombre de empirismo,
todas las ideas (Dios, sustancia, identidad, número,
espacio, etc.) provienen de la experiencia, como refleja la metáfora de la mente como una “tabula rasa”,
una pizarra en blanco donde la sensación
imprime un registro de lo que ocurre. Nuestros contenidos mentales más complejos y abstractos no serían sino el resultado de procesos
asociativos que operan sobre las sensaciones, dando lugar a nuestros conceptos
más abstractos y
generales, a partir de una serie de leyes que, al modo en que entendemos las
leyes de la física, rigen la
asociación de las sensaciones
más simples. Estas
leyes son la ley de semejanza, ley de contigüidad
y ley de causalidad.
|
John Locke |
Locke niega el carácter innato de las ideas, pero no
todo innatismo. Para él la mente también posee poderes innatos. En
particular, se refiere a la capacidad de “reflexión”,
es decir, la capacidad para percibir y reflexionar sobre las operaciones internas
de nuestra mente. El Ensayo sobre el entendimiento humano (1690) usa
precisamente este análisis (reflexivo,
introspectivo) para examinar el origen de todas nuestras ideas. A través de la introspección -no del alma, para conocer a Dios,
sino de la “mente”, para saber cómo funciona y fundamentar el
conocimiento-, el “método analítico”, que permite de paso
clarificar el significado de los conceptos y remediar los abusos escolásticos del lenguaje, cobra ahora una
importancia excepcional.
La aproximación de Locke a la experiencia está sin
duda relacionada con la mirada científica
de la modernidad. Apenas tres años
antes de la publicación de su Ensayo, que
sería reeditado numerosas
veces, habían aparecido los
Principios Matemáticos de la Filosofía Natural de Newton (1687). Pero
también, como en el caso de
Descartes, estaba vinculado con asuntos de fe y la salvación. Defensor de la moral cristiana,
Locke insistía en que la fe debía ser consonante con la razón. Su análisis
del entendimiento apuntaba en último
término a la
posibilidad de que diferentes experiencias dieran lugar a diferentes ideas,
abriendo la puerta a la tolerancia religiosa, un problema de primer orden a
finales del siglo XVII en Inglaterra. Aunque la filosofía posterior vería en esa misma apertura la puerta a
la relatividad de la verdad, y al escepticismo (con Hume), Locke no estaba aún en ese punto. Su análisis del entendimiento humano tenía más
que ver con su preocupación por la moral que
por el conocimiento: esperaba precisamente encontrar el fundamento de un orden
moral en las leyes de la naturaleza humana que rigen nuestra experiencia. Filósofos morales posteriores como Jeremy
Bentham se apoyarían en sus ideas para
desarrollar una teoría natural de la motivación como el utilitarismo, según la cual nuestras acciones buscan
siempre maximizar el placer y minimizar el dolor. Sin embargo, Locke
consideraba que las personas son libres: gracias a la reflexión, tenemos la capacidad de suspender
nuestros deseos (provocados por las sensaciones de placer y dolor) y examinar y
juzgar la bondad o maldad de la acción.
Por último, el papel
otorgado a la experiencia le hizo conceder una gran importancia a la educación, que tendría gran influencia en filósofos como Rousseau.
Si en el mundo moderno Descartes
constituye la referencia principal del Racionalismo, por su confianza en la
razón, Locke será la
referencia fundamental del Empirismo, por su confianza en los sentidos. Ambos,
en todo caso, comparten una concepción
de la mente y del conocimiento que supone un punto de inflexión con respecto al realismo aristotélico, según
el cual percibimos directamente la forma de los objetos. En su lugar, tanto
Descartes como Locke plantean que no conocemos directamente las cosas, la
realidad, sino las ideas que tenemos en nuestra mente. Estas ideas, a
diferencia de lo que ocurría en la filosofía idealista platónica, no existen en un mundo
transcendente (mundo de las ideas), divino. Las ideas ahora son únicamente contenidos mentales, imágenes, copias o representaciones de
la realidad. A lo largo del siglo XVII, indagar en este “alma racional” constituirá una
preocupación fundamental para la
mayoría de los pensadores,
y ese análisis de la razón resultará un pilar fundamental para el
desarrollo de las ciencias humanas.
A este respecto, cabe destacar la
figura del filósofo, lógico y matemático Gottfried Wilhelm Leibniz
(1646-1716), que contestará la
obra de Locke con unos Nuevos ensayos sobre el entendimiento (publicación póstuma, en 1765, redactado entre 1703-1704). Como
Descartes, Leibniz admitía la existencia de
ideas innatas y desconfiaba de la experiencia sensible en los procesos de
conocimiento. El empirismo, al carecer de garantías
acerca del conocimiento que tenemos del mundo a través
de la experiencia, abría la puerta al
escepticismo. A la vez, como hiciera unos años
antes el filósofo Baruch Spinoza
(1632- 1677), Leibniz se enfrentaba al problema de la relación entre mente y cuerpo que había abierto el dualismo cartesiano.
Cuestionando el dualismo cartesiano y buscando un modo de garantizar la verdad
del conocimiento, Leibniz desarrollaría una compleja metafísica
racionalista, a la que llamó monadología (1714). Según dicho sistema, el universo estaría compuesto por una infinidad de “mónadas” (una
especie de átomos), cada una de
las cuales estaría en cierto modo “viva” (animada) y poseería un cierto grado de conciencia.
Aquellas mónadas provistas de
percepciones conscientes y razón
formarían el “reino de los espíritus”.
Como una forma de combatir el escepticismo, Leibniz planteó que
entre dicho reino (la razón) y el “reino de la naturaleza” (el
mundo físico), habría una “armonía pre- establecida” (por
Dios), que garantizaría la verdad del
conocimiento. El sistema de Leibniz resulta tan complejo como obscuro, pero
tendría implicaciones
importantes para la psicología. En particular, las
dos características fundamentales
con las que definió la
mente eran: actividad (frente a la pasividad de las tradiciones empiristas y
asociacionistas) y la unidad de la vida mental, rasgos que se convertirían en principios centrales de la
psicología de habla germana.
El énfasis
que estos nuevos sistemas metafísicos
pondrán en el poder de la razón sentará de alguna forma las bases para el
desarrollo de la Ilustración a lo largo del
siglo XVIII. Pero serán sobre todo los
escritos de Locke y su recepción
en Francia, en una filosofía natural que vendría a socavar las bases del Antiguo Régimen, los que tendrían un mayor impacto en ese sentido.
Su defensa de la libertad de conciencia como derecho fundamental, sería el pivote respecto al cual se
integrarían los demás derechos y libertades que la
Revolución Francesa exigía. La Declaración de los derechos del hombre y del
ciudadano, adoptada en 1789 por la Asamblea Constituyente, marcaría de alguna forma el triunfo del
Individuo.