Ricardo Marín Ibáñez (1922-1999), profesor de Pedagogía en la Universidad de Valencia y catedrático en la UNED, se especializó en creatividad y pedagogía contemporánea. Este libro, publicado por Rialp en 1982, fue la lectura del segundo trimestre en el curso de "Pedagogía General" (1985-1986), propuesto por mi profesor Bernardo de la Rosa.
Cada capítulo está dedicado a un asunto de interés general para la educación española de aquellos momentos, y son especialmente interesantes los dos primeros, dedicados a los principios de individualización y de socialización, los dos objetos tradicionales de la educación. Asimismo, los capítulos que versan sobre los principios de actividad, creatividad e intuición siguen teniendo vigencia en cuanto a las cuestiones generales que los definen, aunque las metodologías concretas que recogen están superadas a día de hoy.
En estas últimas semanas, he estado reorganizando la recesión que en su momento hice de este manual; me sirve además para dirigirme a nuevas lecturas de otros clásicos de las ciencias de la educación.
domingo, 26 de julio de 2015
martes, 21 de julio de 2015
La ciencia del alma en la Edad Media: de la filosofía platónico-agustiniana a la escolástica
Con el auge y dominio del cristianismo, el carácter más naturalista y materialista de la filosofía griega y romana se perdería en Europa durante la Alta Edad Media. La filosofía platónico-agustiniana, centrada en la introspección como forma de acceso al conocimiento de Dios, dominaría el pensamiento medieval en Occidente hasta el reencuentro con la filosofía clásica, al final de la Alta Edad Media (siglos V-XI). Ese reencuentro estuvo marcado por el empeño de Carlomagno, nombrado en el año 800 Emperador del restaurado Imperio Romano Germano (disuelto en 476), en restablecer las escuelas, para mejorar el estado intelectual y moral de los pueblos que gobernaba, como parte de un ambicioso proyecto para dotarlos de una cultura unitaria. Es lo que se ha denominado mucho después como el Renacimiento Carolingio, un corto periodo de recuperación de la cultura clásica latina (entre finales del siglo VIII y principios del siglo IX) en un contexto de decadencia intelectual y cultural. La admiración por la cultura antigua y su voluntad de mantenerla era evidente en los objetivos educativos y culturales de la corte de Carlomagno, que se propone institucionalizar las siete artes liberales: el trivium (gramática, retórica y dialéctica) y las cuatro artes para conocer el mundo (aritmética, geometría, astronomía y música). La filosofía, centrada principalmente en el pensamiento platónico y afectada por un conocimiento muy escaso de Aristóteles, y la teología, basada en una interpretación textual de las Escrituras (con un apoyo especial en la gramática y la retórica), se estudiaban en ese marco.
La autoridad de San Agustín y la del neoplatónico Pseudo Dionisio Areopagita durante buena parte del medievo había terminado llevando a muchos teólogos a defender concepciones idealistas e innatistas que parecían irreconciliables con la filosofía aristotélica. En ese sentido, la recepción en Occidente de las obras de Aristóteles durante la Baja Edad Media (siglos XII- XIII) aportó a la filosofía cristiana un enfoque nuevo sobre el conocimiento y el hombre. El naturalismo de Aristóteles resultaba de partida incompatible con el dogma eclesiástico, la visión cristiana de la inmortalidad del alma humana y la meditación introspectiva como fuente del verdadero conocimiento. Los textos de Aristóteles se vieron así sometidos a importantes transformaciones y su interpretación dio lugar a fuertes controversias.
Desde que se empiezan a recuperar
obras de la filosofía greco-romana
clásica, surge todo un movimiento en las escuelas
monásticas y
catedralicias, donde una parte sustancial de los estudios se centraba en
cuestiones teológicas y filosóficas, que intenta comprender la
revelación religiosa del
cristianismo desde las nuevas perspectivas que esas obras aportaban. La
filosofía desarrollada en ese
contexto recibió el
nombre de Escolástica (nombre que
remite a estas “escuelas”, predecesoras de las primeras
universidades europeas) y la denominación
persistió para
referirse a dichas corrientes filosóficas
incluso tras haberse creado las universidades (a partir del siglo XII). Aunque
buena parte de ese movimiento se basaba en la búsqueda
de una compatibilidad entre fe y razón,
en la práctica, la razón se supeditaba claramente a la fe,
de modo que la filosofía, en realidad, se
hacía sierva de la
teología. Su mayor dominio
se dio entre mediados del siglo XI y mediados del siglo XV, y su máxima preocupación fue la creación de grandes sistemas sin
contradicción interna, lo que
propició un
desarrollo extraordinario de la dialéctica
(a diferencia de lo que había ocurrido durante el
Renacimiento Carolingio, donde el énfasis
se ponía en la gramática y la retórica).
El apogeo de la Escolástica tuvo lugar en el siglo XIII, un momento especialmente importante en el plano de la reflexión teológica (y “psicológica”), con nombres como San Buenaventura o Santo Tomás de Aquino. Es un siglo en el que vemos nacer un movimiento de reforma que, siguiendo el ejemplo de la iglesia primitiva, tiende a instaurar un modelo de vida basado en la mendicidad, el reparto de bienes con los pobres y la predicación itinerante del Evangelio. Aparecen así las órdenes mendicantes, como la de los franciscanos y los dominicos, que serán integradas en la vida institucional de la iglesia. Estas órdenes van a rivalizar entre sí, así como con las universidades recién constituidas, en sus respectivos planteamientos filosóficos y teológicos. La orden de los franciscanos, a la que pertenece San Buenaventura (1221-1274), seguirá una línea más acorde a la filosofía platónica, mientras que la orden de los dominicos, a la que pertenece Santo Tomás (1224- 1274), se alineará con la recientemente re-descubierta filosofía de Aristóteles. Santo Tomás tratará precisamente de conciliar la filosofía cristiana y la fe en Dios con el naturalismo y la razón de la filosofía aristotélica.
San Buenaventura subordina su trabajo filosófico a la búsqueda de lo divino, sin reconocer, a diferencia de Santo Tomás, la autonomía de la filosofía. Además, su pensamiento, como el de San Agustín, a quien considera su maestro, es místico. En términos generales Buenaventura plantea que el alma es capaz de dos tipos de conocimiento. Uno estaría ligado a su unión con el cuerpo, con el que puede conocer el mundo exterior, pero que para alcanzar la verdad necesita de la iluminación divina (no basta con la abstracción a partir de los objetos particulares de la experiencia). El otro sería un conocimiento espiritual, de Dios incluido, cuya fuente es la meditación introspectiva. Para San Buenaventura, nuestra alma, procedente de Dios y encaminada hacia él a través de nuestra inteligencia, está dotada de una espontaneidad y carácter activo a todos los niveles del conocimiento, desde los sentidos.
El apogeo de la Escolástica tuvo lugar en el siglo XIII, un momento especialmente importante en el plano de la reflexión teológica (y “psicológica”), con nombres como San Buenaventura o Santo Tomás de Aquino. Es un siglo en el que vemos nacer un movimiento de reforma que, siguiendo el ejemplo de la iglesia primitiva, tiende a instaurar un modelo de vida basado en la mendicidad, el reparto de bienes con los pobres y la predicación itinerante del Evangelio. Aparecen así las órdenes mendicantes, como la de los franciscanos y los dominicos, que serán integradas en la vida institucional de la iglesia. Estas órdenes van a rivalizar entre sí, así como con las universidades recién constituidas, en sus respectivos planteamientos filosóficos y teológicos. La orden de los franciscanos, a la que pertenece San Buenaventura (1221-1274), seguirá una línea más acorde a la filosofía platónica, mientras que la orden de los dominicos, a la que pertenece Santo Tomás (1224- 1274), se alineará con la recientemente re-descubierta filosofía de Aristóteles. Santo Tomás tratará precisamente de conciliar la filosofía cristiana y la fe en Dios con el naturalismo y la razón de la filosofía aristotélica.
San Buenaventura subordina su trabajo filosófico a la búsqueda de lo divino, sin reconocer, a diferencia de Santo Tomás, la autonomía de la filosofía. Además, su pensamiento, como el de San Agustín, a quien considera su maestro, es místico. En términos generales Buenaventura plantea que el alma es capaz de dos tipos de conocimiento. Uno estaría ligado a su unión con el cuerpo, con el que puede conocer el mundo exterior, pero que para alcanzar la verdad necesita de la iluminación divina (no basta con la abstracción a partir de los objetos particulares de la experiencia). El otro sería un conocimiento espiritual, de Dios incluido, cuya fuente es la meditación introspectiva. Para San Buenaventura, nuestra alma, procedente de Dios y encaminada hacia él a través de nuestra inteligencia, está dotada de una espontaneidad y carácter activo a todos los niveles del conocimiento, desde los sentidos.
La orden de los dominicos se mostrará comparativamente más abierta a la
lectura y estudio de los clásicos. Alberto Magno
(1206-1280), contemporáneo de Buenaventura y
maestro de Santo Tomás, reivindicará el
derecho a la especulación filosófica y al conocimiento. En ese
sentido, disertará sobre
la naturaleza humana, sobre el intelecto agente y sobre la actividad del
entendimiento, retomando aspectos de la filosofía
aristotélica, que se había empezado a recuperar a partir del
siglo XII, a través de los filósofos judíos
y árabes como Averroes.
Sobre estas cuestiones profundizará su aventajado discípulo, Santo Tomás, que planteará la
separación de la teología y la filosofía, con el objetivo de abordar al
margen de la revelación divina diferentes
aspectos del conocimiento. En el mundo islámico,
tras una primera huella de neoplatonismo, desde la que se interpretó a
Aristóteles, el alma se
había seguido estudiando
fundamentalmente desde una perspectiva naturalista. La filosofía aristotélica,
y en particular sus planteamientos acerca del alma, se combinaron con la
medicina romana tardía, donde su máximo representante, Galeno (129 – 216 d.C.), había hecho del cerebro
la sede del alma, identificándolo como órgano de los sentidos y del
movimiento. El resultado fue una primera localización
en el cerebro de diferentes aspectos del alma sensitiva y racional (que Aristóteles ubicaba en el corazón). Se inauguraba así, por cierto, una tradición “localizacionista” que
sitúa las diferentes
facultades o funciones en diferentes partes del cuerpo, y que se extenderá, de forma más o menos continuada, hasta la
frenología de Franz Gall, a
principios del siglo XIX, cuya influencia llegará hasta las investigaciones más recientes y conocidas de Broca
sobre lenguaje.
Siguiendo de cerca el planteamiento de Aristóteles y sus comentaristas islámicos, y contrariamente a la idea platónico-agustiniana del cuerpo como tumba o prisión, Santo Tomás definirá el alma humana como la forma del cuerpo. Entre el alma y el cuerpo habría una unión sustancial: el alma se presenta como el principio de todas las operaciones, aquello no solo por lo que conocemos, sino por lo que nos movemos, nutrimos y sentimos. Así, el alma humana vuelve a aparecer como algo inseparable del cuerpo, rompiendo con la identificación del hombre con el alma racional, y planteando que toda operación intelectual humana supone la intervención del cuerpo.
Siguiendo de cerca el planteamiento de Aristóteles y sus comentaristas islámicos, y contrariamente a la idea platónico-agustiniana del cuerpo como tumba o prisión, Santo Tomás definirá el alma humana como la forma del cuerpo. Entre el alma y el cuerpo habría una unión sustancial: el alma se presenta como el principio de todas las operaciones, aquello no solo por lo que conocemos, sino por lo que nos movemos, nutrimos y sentimos. Así, el alma humana vuelve a aparecer como algo inseparable del cuerpo, rompiendo con la identificación del hombre con el alma racional, y planteando que toda operación intelectual humana supone la intervención del cuerpo.
Santo Tomás
sigue igualmente su clasificación
de las facultades del alma, manteniendo la distinción
entre aquellas propias del alma vegetativa, sensitiva y racional, si bien se
cuidó más de introducir aspectos que
separaban al hombre del animal, introduciendo algunos matices importantes que
otorgaban al hombre un mayor control racional. Así por ejemplo mantuvo la “facultad estimativa” introducida
por Ibn-Sina, una especie de instinto natural con el que juzgar el posible daño o beneficio de los objetos
externos, como parte del alma sensitiva, pero distinguió entre
la estimativa propiamente dicha, característica
de los animales e involuntaria, y una estimación
cogitativa, sujeta al control de la voluntad. Asimismo, se alejará de
la noción de “intelecto agente” planteada
por los comentaristas islámicos, que lo habían identificado, influídos a este respecto por el
neoplatonismo, con un plano divino. En su lugar, Santo Tomás devuelve el “intelecto agente” al
alma humana, haciendo del conocimiento un producto activo del pensamiento
humano y no un don de la iluminación divina.
Con este importante desplazamiento, Santo Tomás restringe la razón humana al conocimiento del mundo de la naturaleza. La razón humana solo puede conocer el mundo, no a Dios. Contrariamente a la tradición platónico-agustiniana, para la que el conocimiento de Dios constituye un ejercicio introspectivo, Santo Tomás plantea que sólo hay dos formas de conocer a Dios: bien por la revelación sobrenatural que nos transmite la Iglesia, bien infiriéndolo, mediante las demostraciones a posteriori que podemos hacer a partir de sus efectos, de su obra en el mundo. Algo parecido ocurriría con el alma: no se puede observar directamente, sólo se ve y conoce por reflexión y reconocimiento de sus efectos.
A partir de Santo Tomás se inicia progresivamente un proceso de independencia de la razón, que pondrá fin a la filosofía medieval a partir del siglo siguiente y con el que dará comienzo la filosofía moderna. Aunque Santo Tomás trató de conciliar ciencia y revelación, introduciendo la perspectiva naturalista en el seno del cristianismo platónico tradicional, al separar la filosofía de la teología en realidad lo que hizo fue sentar las bases para el futuro conflicto entre razón y fe. Será en el marco de la filosofía moderna, y especialmente en la obra de René Descartes (1596-1650), donde veremos desarrollarse el concepto de “mente” como espacio interior, subjetivo, que, pasado por el barniz más empirista de John Locke (1632-1704), constituirá el primer objeto de estudio de la psicología “científica” o experimental. Pero aún falta tiempo para llegar a ese concepto fundamental, asociado al dualismo mente – cuerpo que estaba por instaurarse. Si en Santo Tomás el alma sólo existe encarnada, entendida en la tradición aristotélica como forma del cuerpo, en la tradición platónica-agustiniana tampoco había una oposición en los términos que presentará el dualismo cartesiano: el alma estaba en todo el cuerpo y en cada una de sus partes.
Con este importante desplazamiento, Santo Tomás restringe la razón humana al conocimiento del mundo de la naturaleza. La razón humana solo puede conocer el mundo, no a Dios. Contrariamente a la tradición platónico-agustiniana, para la que el conocimiento de Dios constituye un ejercicio introspectivo, Santo Tomás plantea que sólo hay dos formas de conocer a Dios: bien por la revelación sobrenatural que nos transmite la Iglesia, bien infiriéndolo, mediante las demostraciones a posteriori que podemos hacer a partir de sus efectos, de su obra en el mundo. Algo parecido ocurriría con el alma: no se puede observar directamente, sólo se ve y conoce por reflexión y reconocimiento de sus efectos.
A partir de Santo Tomás se inicia progresivamente un proceso de independencia de la razón, que pondrá fin a la filosofía medieval a partir del siglo siguiente y con el que dará comienzo la filosofía moderna. Aunque Santo Tomás trató de conciliar ciencia y revelación, introduciendo la perspectiva naturalista en el seno del cristianismo platónico tradicional, al separar la filosofía de la teología en realidad lo que hizo fue sentar las bases para el futuro conflicto entre razón y fe. Será en el marco de la filosofía moderna, y especialmente en la obra de René Descartes (1596-1650), donde veremos desarrollarse el concepto de “mente” como espacio interior, subjetivo, que, pasado por el barniz más empirista de John Locke (1632-1704), constituirá el primer objeto de estudio de la psicología “científica” o experimental. Pero aún falta tiempo para llegar a ese concepto fundamental, asociado al dualismo mente – cuerpo que estaba por instaurarse. Si en Santo Tomás el alma sólo existe encarnada, entendida en la tradición aristotélica como forma del cuerpo, en la tradición platónica-agustiniana tampoco había una oposición en los términos que presentará el dualismo cartesiano: el alma estaba en todo el cuerpo y en cada una de sus partes.
miércoles, 15 de julio de 2015
Mundo helenístico y romano: la filosofía como terapia para el alma
El mundo helenístico y romano es un período en el que la cultura griega, con las conquistas de Alejandro Magno, se extiende como elemento civilizador. Es un momento de expansión de lo griego pero, a la vez, de aparición de nuevas unidades políticas y de fragmentación del Imperio universal soñado por Alejandro, donde reinará el caos y el desmoronamiento de los antiguos valores de la polis y la democracia. En ese período, las filosofías platónica y aristotélica, que se desarrollan en la Academia y el Liceo respectivamente, dejarán paso a otras filosofías que aspiran a enseñar no solo a pensar sino a vivir. Estas nuevas filosofías, ya sea desde posturas subversivas (como en el cinismo o el escepticismo) o desde posturas más conservadoras (epicureísmo, estoicismo), se presentan como sistemas de creencias y prácticas para la salvación individual. Tratan de recuperar para el individuo, y ya no tanto para la ciudad o la sociedad, cuestiones como la libertad de acción y decisión, o la autosuficiencia, sobre la que poder garantizarse una existencia feliz.
En este sentido, encontramos en las filosofías helenísticas una serie de prácticas o recetas que implican una transformación interior y que se presentan como “terapias para la vida”. Se trata fundamentalmente de actividades dirigidas al dominio de las pasiones, consideradas como la principal causa de sufrimiento. De ahí que se presenten como prácticas de curación del alma. Estos ejercicios, que eran muy conocidos y formaban parte de la vida cotidiana de las diferentes escuelas filosóficas del helenismo, implicaban cuestiones relacionadas con la atención, la memorización (de la regla de vida, de los principios de vida) y la meditación, con el objeto de vigilar el espíritu, concentrarse sobre el presente y dominar el pensamiento y la voluntad. En este sentido, además de ejercicios “intelectuales” como la lectura, la audición o la investigación, había ejercicios prácticos dirigidos a la creación de hábitos, como el dominio de sí mismo o el cumplimiento con los deberes de la vida social. Estas filosofías prácticas apuntaban así tanto al desarrollo de la noción de individuo como de la conciencia y el gobierno de sí, que serán clave mucho más tarde, en el desarrollo del sujeto moderno (autónomo, libre, agente y responsable de sus actos, etc.) – aspectos inexistentes, o muy titubeantes, hasta la modernidad.
Mientras que los continuadores de la Academia platónica y el Liceo de Aristóteles fueron tendiendo a la especialización en diferentes ámbitos de conocimiento, la filosofía helenística se preocupó más por la coherencia del sistema de conocimiento y de las partes que lo componían. Sus desarrollos en lo que respecta a la noción de alma se encuentran distribuidos en el conjunto de ese sistema y se vinculan por tanto a su concepción de la física (o metafísica), la lógica y la ética. En líneas generales, con respecto a las filosofías anteriores, se mantendrán más próximos del materialismo y naturalismo aristotélico que del idealismo platónico, negando la inmortalidad del alma: solo existe la vida que tenemos delante, sensitiva y corpórea. También se caracterizan por recuperar ideas de filósofos presocráticos como el atomismo de Demócrito o el logos o razón universal de Heráclito. Epicuro, por ejemplo, defenderá que el alma, perecedera, está compuesta de átomos distribuidos por todo el cuerpo (los más sutiles de los cuales estarían en el pecho).
El estoicismo, que fue la más influyente de estas filosofías, manejará una noción de alma muy cercana también a la que veíamos en Aristóteles, como “forma” del cuerpo. Ahora bien, esta idea se extiende más allá de los seres vivos al conjunto del Universo, que en una línea más platónica aparece dotado de inteligencia (logos). Como los epicúreos, los estoicos defenderán que el alma humana es material y perecedera. Ahora bien, el principio de vida del Universo, del que el alma humana sería una partícula, sí sería eterno. El universo inteligente (logos) estaría animado por un alma cósmica (pneuma) indestructible, fuente de la eterna energía. Este alma del universo actuaría como un principio estructurador de la materia, a la que daría forma. Su acción se ejercería tanto en los seres inanimados, como una fuerza de cohesión, como en los seres animados (plantas, animales y hombres), donde sigue una distribución muy semejante a los tipos de alma que planteaba Aristóteles (alma vegetativa, sensitiva y racional), siendo el hombre el único ser capaz de raciocinio (logos). El alma humana sería de hecho la forma más elevada de ese pneuma que anima el universo. Su centro y elemento superior sería lo que los estoicos llaman un “guía interior” (hegemonikon), situado en el corazón, encargado de coordinar los impulsos y los sentidos. Este “guía” se regiría por la racionalidad, entendida como una capacidad innata que permite superar los impulsos animales y moverse por objetivos más valiosos; también proporciona libertad para la actuación moral. Así, mientras los animales se comportan de forma instintiva, el hombre, como ser racional, hace uso de su entendimiento a la hora de elegir, lo que le permite ser libre y moralmente responsable. El estoicismo postula así una moral autónoma, pautada por la propia razón; pero esa razón humana está en armonía con la Razón universal (logos) que ordena el proceso cósmico. De ahí que, mientras la Física enseña a conocer la naturaleza, la Ética enseña a vivir de acuerdo a nuestra naturaleza, que es conforme a la Razón universal.
Gracias a esa armonía con la razón universal, divina, el sabio estoico confía en el poder de su razón para alcanzar una vida serena y feliz. Su optimismo se basa precisamente en que se siente integrado en el proceso lógico universal, asumiendo el carácter de destino, de necesidad, en tal devenir – necesidad que se identifica con un concepto de providencia inmanente, cósmico.
La noción de alma humana que encontramos en el estoicismo, y especialmente esta idea de “guía interior”, profundiza ya, tentativamente, en la idea de conciencia de sí, aunque la idea de interioridad todavía esté lejos del desarrollo que alcanzará muy posteriormente, a partir del Renacimiento y en la Modernidad. En ese momento, los planteamientos estoicos volverán precisamente a cobrar gran importancia e influencia, con la reaparición de ideas como la autonomía moral o la superioridad de la razón sobre las pasiones.
El estoicismo, que fue la más influyente de las filosofías helenísticas y romanas, entre otras cosas por su mayor complicidad con el orden social y político, y que funcionó hasta cierto punto también como una religión pagana, sería sin embargo superado completamente por el cristianismo a partir del fin del Imperio Romano. En un tiempo de constantes guerras y penurias, dominado por la muerte, el cristianismo ofrecía la promesa de un mundo mejor, una justicia tras la muerte y la inmortalidad de las almas en el más allá. Estas promesas, que además apelaban a aspectos pasionales del alma humana que el racionalismo estoico había dejado de lado, despertaban una atracción incomparable. Ante su imparable avance, cada vez más agresivo, y ante la incapacidad del epicureísmo y del estoicismo para hacer felices a los hombres, surgía el último de los grandes sistemas filosóficos del helenismo: el neoplatonismo, que supone una actualización y profunda reinterpretación de la filosofía de Platón.
El neoplatonismo se desarrolla en plena decadencia del Imperio Romano. Plotino (204-270 d.C.), su máximo representante, lleva al extremo el idealismo de la filosofía platónica, rehabilitando un sistema filosófico en el que los dioses juegan un papel esencial, de una forma que resultara aceptable tanto para el mundo político como en el ámbito de la filosofía. A diferencia del materialismo estoico, que planteaba la idea de una Razón divina (logos) inmanente y omnipresente en el mundo real, el neoplatonismo planteará la existencia de un mundo trascendente y divino, del que el mundo material, sensible, sería solo una copia degradada. Como planteaba Platón, a quien los cristianos reverenciaban, nuestra alma, inmortal, una vez liberada del cuerpo iría a ese mundo transcendente, ideal. Plotino, en todo caso, hará algo más que revitalizar el pensamiento de Platón: lo actualizará (centrándose en el problema de la relación del alma con la verdad) e incorporará desarrollos aristotélicos y estoicos, entre otros. Así, al tratar de la relación entre el alma humana particular y el alma del mundo, principio de movimiento (pneuma), Plotino recurrirá al tratado De anima de Aristóteles, señalando que el alma humana pertenece a la vez al mundo sensible (alma inferior sensitivo-vegetativa) y al Intelecto agente, ese alma superior- intelectiva que está fuera del mundo.
Para entender esta cuestión, hay que tener en cuenta el conjunto del sistema de Plotino. Básicamente, la doctrina neoplatónica plantea una estructura de la realidad trascendente en términos de un proceso o escalonamiento descendente, que iría desde lo que está más allá de todo ser (a lo que llama el Uno) hasta el mundo sensible y material. En esa escala, por encima de todo estaría el Uno Absoluto, un principio que no es forma. El Uno engendraría la Inteligencia, el Nous, el lugar de las Ideas. Y el Nous produciría el Alma, compuesta de una parte superior, que emana de lo eterno, donde reside, y otra inferior, de la que emanan las cosas sensibles. Así, el alma humana para Plotino tendría dos partes: la superior-intelectiva, que vuelve al Nous para contemplar las Ideas (dotándose de Logos), y la inferior sensitivo-vegetativa, que procede de la superior, y que contempla las Ideas sólo a través de las imágenes que le llegan del Alma superior. Además, el Alma inferior se contempla a sí misma y, al auto-contemplarse, creará el mundo sensible. Lo hará estructurando la materia a través de la proyección de sus lógoi, que serían las imágenes (contempladas en sí misma, en el alma inferior) de las imágenes (del alma superior) de las formas que habitan en el Nous. La materia sería así el receptáculo no de las Ideas sino de sus reflejos más o menos lejanos.
El mundo material, copia de mala calidad de las formas transcendentes, sería, además, el origen del mal, del que el individuo solo se salvaría por su ser espiritual, por su condición anímica. “El filósofo se recoge en sí, y, mediante la contemplación, cultiva al ‘hombre interior’, el alma que puede aprehender la verdad trascendente, fuera del mundo de los sentidos.”
Igual que para Platón, para quien la reminiscencia (el recuerdo de la visión de las Ideas) permitía al alma reencontrarse con el mundo de las Ideas y liberarse de la cárcel del cuerpo, para Plotino, el alma caída en el cuerpo, aunque muy unida a él por sus deseos inferiores, podrá volver a levantarse e iniciar el proceso inverso de conversión o vuelta a lo Uno. Las almas, huyendo de lo exterior y volviéndose al alma universal, podrán purificarse y ascender hacia el Bien. Ese proceso inverso de vuelta a lo Uno requiere de la práctica de virtudes, cívicas y purificativas, que llevarían a la ausencia total de pasiones, en la línea de la moral estoica (completamente integrada en el neoplatonismo). Gracias a los ejercicios espirituales, podemos conocer nuestra alma, el Intelecto y sobre todo, el Uno, principio de todas las cosas.
Situando en el hombre los tres elementos de su sistema (el Uno, el Nous y el Alma), Plotino abre la puerta a la “unión mística”. Esta unión no se dará a través de la inteligencia o la capacidad discursiva sino por un acto súbito de comprensión que sólo puede tener su origen en lo que de semejante hay en nosotros: la intuición (una visión intuitiva no racional). Este tema de la unión del ser humano con un mundo transcendente a través de la intuición se mantendrá en el misticismo cristiano así como en desarrollos metafísicos muy posteriores, que conviven incluso con la Ilustración, en el siglo XVIII, acerca del alma humana y su posibilidad de entrar en contacto con otras almas, angélicas o divinas.
Frente al materialismo pagano, el neoplatonismo ofrecía la ventaja de un alma humana inmortal y de un mundo espiritual transcendente, más real que el mundo de la materia. Esto hizo que su influencia sobre los primeros filósofos cristianos, preocupados por dotar de un sistema filosófico a la fe cristiana, fuera de primera importancia. Los primeros filósofos cristianos, que ya veneraban a Platón, no tuvieron problema en incorporar el neoplatonismo. Ciertamente, la filosofía cristiana recogió también, adaptándolos, elementos clave del estoicismo como la providencia divina y su ordenación del mundo y los ideales ascéticos – aspectos que habían sido incorporados ya por el propio neoplatonismo. Ahora bien, frente al logos cósmico y natural del estoicismo, y yendo más allá del logos transcendente del neoplatonismo, el cristianismo ofrecía un logos encarnado y revelado en la figura de Jesucristo.
En todo caso, la filosofía cristiana adoptó este carácter de filosofía “práctica”, para la vida, que continuaba la tradición de los ejercicios espirituales (atención, memoria, meditación). Los primeros filósofos cristianos profundizaron en la meditación y en las técnicas de introspección para la contemplación interior, afinando el análisis del examen de conciencia. Esta cuestión sería retomada especialmente por San Agustín (354-430 d.C), que dará un gran impulso al estudio introspectivo del alma, en obras como sus Confesiones (400 d.C). Ahora bien, hay que dejar claro que no se trata tanto de conocerse a sí mismo en su individualidad u originalidad (tampoco lo era en la filosofía greco-romana) como de alcanzar el conocimiento de Dios.
Tras el cierre de la Academia platónica de Atenas (por Justiniano en el 529 d.C.), los representantes del neoplatonismo sufrirían un éxodo que los llevaría hacia Oriente (primero a Persia y luego a Siria), donde las obras de Platón y Aristóteles serían traducidas al árabe, al hebreo y al latín. Esas traducciones son las que terminarían volviendo a la Europa cristiana a través de la expansión de la cultura árabe en España, varios siglos más tarde. A partir del fin del Imperio Romano y durante toda la Alta Edad Media, sería la filosofía cristiana, con San Agustín a la cabeza, la que dominaría el pensamiento occidental. La filosofía cristiana, en tanto que práctica de los ejercicios espirituales, se mantendría en la vida monástica, sustituyendo los “dogmas” filosóficos del estoicismo por los mandamientos y principios de la vida cristiana.
Si filosofar es vivir conforme a la ley de la Razón, los cristianos filosofan porque viven conforme a la ley del Logos divino.
El ejercicio por excelencia consistirá en alcanzar la apatía: librar al alma del cuerpo.
En este sentido, encontramos en las filosofías helenísticas una serie de prácticas o recetas que implican una transformación interior y que se presentan como “terapias para la vida”. Se trata fundamentalmente de actividades dirigidas al dominio de las pasiones, consideradas como la principal causa de sufrimiento. De ahí que se presenten como prácticas de curación del alma. Estos ejercicios, que eran muy conocidos y formaban parte de la vida cotidiana de las diferentes escuelas filosóficas del helenismo, implicaban cuestiones relacionadas con la atención, la memorización (de la regla de vida, de los principios de vida) y la meditación, con el objeto de vigilar el espíritu, concentrarse sobre el presente y dominar el pensamiento y la voluntad. En este sentido, además de ejercicios “intelectuales” como la lectura, la audición o la investigación, había ejercicios prácticos dirigidos a la creación de hábitos, como el dominio de sí mismo o el cumplimiento con los deberes de la vida social. Estas filosofías prácticas apuntaban así tanto al desarrollo de la noción de individuo como de la conciencia y el gobierno de sí, que serán clave mucho más tarde, en el desarrollo del sujeto moderno (autónomo, libre, agente y responsable de sus actos, etc.) – aspectos inexistentes, o muy titubeantes, hasta la modernidad.
Mientras que los continuadores de la Academia platónica y el Liceo de Aristóteles fueron tendiendo a la especialización en diferentes ámbitos de conocimiento, la filosofía helenística se preocupó más por la coherencia del sistema de conocimiento y de las partes que lo componían. Sus desarrollos en lo que respecta a la noción de alma se encuentran distribuidos en el conjunto de ese sistema y se vinculan por tanto a su concepción de la física (o metafísica), la lógica y la ética. En líneas generales, con respecto a las filosofías anteriores, se mantendrán más próximos del materialismo y naturalismo aristotélico que del idealismo platónico, negando la inmortalidad del alma: solo existe la vida que tenemos delante, sensitiva y corpórea. También se caracterizan por recuperar ideas de filósofos presocráticos como el atomismo de Demócrito o el logos o razón universal de Heráclito. Epicuro, por ejemplo, defenderá que el alma, perecedera, está compuesta de átomos distribuidos por todo el cuerpo (los más sutiles de los cuales estarían en el pecho).
El estoicismo, que fue la más influyente de estas filosofías, manejará una noción de alma muy cercana también a la que veíamos en Aristóteles, como “forma” del cuerpo. Ahora bien, esta idea se extiende más allá de los seres vivos al conjunto del Universo, que en una línea más platónica aparece dotado de inteligencia (logos). Como los epicúreos, los estoicos defenderán que el alma humana es material y perecedera. Ahora bien, el principio de vida del Universo, del que el alma humana sería una partícula, sí sería eterno. El universo inteligente (logos) estaría animado por un alma cósmica (pneuma) indestructible, fuente de la eterna energía. Este alma del universo actuaría como un principio estructurador de la materia, a la que daría forma. Su acción se ejercería tanto en los seres inanimados, como una fuerza de cohesión, como en los seres animados (plantas, animales y hombres), donde sigue una distribución muy semejante a los tipos de alma que planteaba Aristóteles (alma vegetativa, sensitiva y racional), siendo el hombre el único ser capaz de raciocinio (logos). El alma humana sería de hecho la forma más elevada de ese pneuma que anima el universo. Su centro y elemento superior sería lo que los estoicos llaman un “guía interior” (hegemonikon), situado en el corazón, encargado de coordinar los impulsos y los sentidos. Este “guía” se regiría por la racionalidad, entendida como una capacidad innata que permite superar los impulsos animales y moverse por objetivos más valiosos; también proporciona libertad para la actuación moral. Así, mientras los animales se comportan de forma instintiva, el hombre, como ser racional, hace uso de su entendimiento a la hora de elegir, lo que le permite ser libre y moralmente responsable. El estoicismo postula así una moral autónoma, pautada por la propia razón; pero esa razón humana está en armonía con la Razón universal (logos) que ordena el proceso cósmico. De ahí que, mientras la Física enseña a conocer la naturaleza, la Ética enseña a vivir de acuerdo a nuestra naturaleza, que es conforme a la Razón universal.
Gracias a esa armonía con la razón universal, divina, el sabio estoico confía en el poder de su razón para alcanzar una vida serena y feliz. Su optimismo se basa precisamente en que se siente integrado en el proceso lógico universal, asumiendo el carácter de destino, de necesidad, en tal devenir – necesidad que se identifica con un concepto de providencia inmanente, cósmico.
La noción de alma humana que encontramos en el estoicismo, y especialmente esta idea de “guía interior”, profundiza ya, tentativamente, en la idea de conciencia de sí, aunque la idea de interioridad todavía esté lejos del desarrollo que alcanzará muy posteriormente, a partir del Renacimiento y en la Modernidad. En ese momento, los planteamientos estoicos volverán precisamente a cobrar gran importancia e influencia, con la reaparición de ideas como la autonomía moral o la superioridad de la razón sobre las pasiones.
El estoicismo, que fue la más influyente de las filosofías helenísticas y romanas, entre otras cosas por su mayor complicidad con el orden social y político, y que funcionó hasta cierto punto también como una religión pagana, sería sin embargo superado completamente por el cristianismo a partir del fin del Imperio Romano. En un tiempo de constantes guerras y penurias, dominado por la muerte, el cristianismo ofrecía la promesa de un mundo mejor, una justicia tras la muerte y la inmortalidad de las almas en el más allá. Estas promesas, que además apelaban a aspectos pasionales del alma humana que el racionalismo estoico había dejado de lado, despertaban una atracción incomparable. Ante su imparable avance, cada vez más agresivo, y ante la incapacidad del epicureísmo y del estoicismo para hacer felices a los hombres, surgía el último de los grandes sistemas filosóficos del helenismo: el neoplatonismo, que supone una actualización y profunda reinterpretación de la filosofía de Platón.
El neoplatonismo se desarrolla en plena decadencia del Imperio Romano. Plotino (204-270 d.C.), su máximo representante, lleva al extremo el idealismo de la filosofía platónica, rehabilitando un sistema filosófico en el que los dioses juegan un papel esencial, de una forma que resultara aceptable tanto para el mundo político como en el ámbito de la filosofía. A diferencia del materialismo estoico, que planteaba la idea de una Razón divina (logos) inmanente y omnipresente en el mundo real, el neoplatonismo planteará la existencia de un mundo trascendente y divino, del que el mundo material, sensible, sería solo una copia degradada. Como planteaba Platón, a quien los cristianos reverenciaban, nuestra alma, inmortal, una vez liberada del cuerpo iría a ese mundo transcendente, ideal. Plotino, en todo caso, hará algo más que revitalizar el pensamiento de Platón: lo actualizará (centrándose en el problema de la relación del alma con la verdad) e incorporará desarrollos aristotélicos y estoicos, entre otros. Así, al tratar de la relación entre el alma humana particular y el alma del mundo, principio de movimiento (pneuma), Plotino recurrirá al tratado De anima de Aristóteles, señalando que el alma humana pertenece a la vez al mundo sensible (alma inferior sensitivo-vegetativa) y al Intelecto agente, ese alma superior- intelectiva que está fuera del mundo.
Para entender esta cuestión, hay que tener en cuenta el conjunto del sistema de Plotino. Básicamente, la doctrina neoplatónica plantea una estructura de la realidad trascendente en términos de un proceso o escalonamiento descendente, que iría desde lo que está más allá de todo ser (a lo que llama el Uno) hasta el mundo sensible y material. En esa escala, por encima de todo estaría el Uno Absoluto, un principio que no es forma. El Uno engendraría la Inteligencia, el Nous, el lugar de las Ideas. Y el Nous produciría el Alma, compuesta de una parte superior, que emana de lo eterno, donde reside, y otra inferior, de la que emanan las cosas sensibles. Así, el alma humana para Plotino tendría dos partes: la superior-intelectiva, que vuelve al Nous para contemplar las Ideas (dotándose de Logos), y la inferior sensitivo-vegetativa, que procede de la superior, y que contempla las Ideas sólo a través de las imágenes que le llegan del Alma superior. Además, el Alma inferior se contempla a sí misma y, al auto-contemplarse, creará el mundo sensible. Lo hará estructurando la materia a través de la proyección de sus lógoi, que serían las imágenes (contempladas en sí misma, en el alma inferior) de las imágenes (del alma superior) de las formas que habitan en el Nous. La materia sería así el receptáculo no de las Ideas sino de sus reflejos más o menos lejanos.
El mundo material, copia de mala calidad de las formas transcendentes, sería, además, el origen del mal, del que el individuo solo se salvaría por su ser espiritual, por su condición anímica. “El filósofo se recoge en sí, y, mediante la contemplación, cultiva al ‘hombre interior’, el alma que puede aprehender la verdad trascendente, fuera del mundo de los sentidos.”
Igual que para Platón, para quien la reminiscencia (el recuerdo de la visión de las Ideas) permitía al alma reencontrarse con el mundo de las Ideas y liberarse de la cárcel del cuerpo, para Plotino, el alma caída en el cuerpo, aunque muy unida a él por sus deseos inferiores, podrá volver a levantarse e iniciar el proceso inverso de conversión o vuelta a lo Uno. Las almas, huyendo de lo exterior y volviéndose al alma universal, podrán purificarse y ascender hacia el Bien. Ese proceso inverso de vuelta a lo Uno requiere de la práctica de virtudes, cívicas y purificativas, que llevarían a la ausencia total de pasiones, en la línea de la moral estoica (completamente integrada en el neoplatonismo). Gracias a los ejercicios espirituales, podemos conocer nuestra alma, el Intelecto y sobre todo, el Uno, principio de todas las cosas.
Situando en el hombre los tres elementos de su sistema (el Uno, el Nous y el Alma), Plotino abre la puerta a la “unión mística”. Esta unión no se dará a través de la inteligencia o la capacidad discursiva sino por un acto súbito de comprensión que sólo puede tener su origen en lo que de semejante hay en nosotros: la intuición (una visión intuitiva no racional). Este tema de la unión del ser humano con un mundo transcendente a través de la intuición se mantendrá en el misticismo cristiano así como en desarrollos metafísicos muy posteriores, que conviven incluso con la Ilustración, en el siglo XVIII, acerca del alma humana y su posibilidad de entrar en contacto con otras almas, angélicas o divinas.
Frente al materialismo pagano, el neoplatonismo ofrecía la ventaja de un alma humana inmortal y de un mundo espiritual transcendente, más real que el mundo de la materia. Esto hizo que su influencia sobre los primeros filósofos cristianos, preocupados por dotar de un sistema filosófico a la fe cristiana, fuera de primera importancia. Los primeros filósofos cristianos, que ya veneraban a Platón, no tuvieron problema en incorporar el neoplatonismo. Ciertamente, la filosofía cristiana recogió también, adaptándolos, elementos clave del estoicismo como la providencia divina y su ordenación del mundo y los ideales ascéticos – aspectos que habían sido incorporados ya por el propio neoplatonismo. Ahora bien, frente al logos cósmico y natural del estoicismo, y yendo más allá del logos transcendente del neoplatonismo, el cristianismo ofrecía un logos encarnado y revelado en la figura de Jesucristo.
En todo caso, la filosofía cristiana adoptó este carácter de filosofía “práctica”, para la vida, que continuaba la tradición de los ejercicios espirituales (atención, memoria, meditación). Los primeros filósofos cristianos profundizaron en la meditación y en las técnicas de introspección para la contemplación interior, afinando el análisis del examen de conciencia. Esta cuestión sería retomada especialmente por San Agustín (354-430 d.C), que dará un gran impulso al estudio introspectivo del alma, en obras como sus Confesiones (400 d.C). Ahora bien, hay que dejar claro que no se trata tanto de conocerse a sí mismo en su individualidad u originalidad (tampoco lo era en la filosofía greco-romana) como de alcanzar el conocimiento de Dios.
Tras el cierre de la Academia platónica de Atenas (por Justiniano en el 529 d.C.), los representantes del neoplatonismo sufrirían un éxodo que los llevaría hacia Oriente (primero a Persia y luego a Siria), donde las obras de Platón y Aristóteles serían traducidas al árabe, al hebreo y al latín. Esas traducciones son las que terminarían volviendo a la Europa cristiana a través de la expansión de la cultura árabe en España, varios siglos más tarde. A partir del fin del Imperio Romano y durante toda la Alta Edad Media, sería la filosofía cristiana, con San Agustín a la cabeza, la que dominaría el pensamiento occidental. La filosofía cristiana, en tanto que práctica de los ejercicios espirituales, se mantendría en la vida monástica, sustituyendo los “dogmas” filosóficos del estoicismo por los mandamientos y principios de la vida cristiana.
Si filosofar es vivir conforme a la ley de la Razón, los cristianos filosofan porque viven conforme a la ley del Logos divino.
El ejercicio por excelencia consistirá en alcanzar la apatía: librar al alma del cuerpo.
Etiquetas:
Historia de la Psicología,
Plotino
domingo, 12 de julio de 2015
El alma en la filosofía griega y romana: entre el idealismo platónico y el naturalismo aristotélico
La aparición del término “psicología” en el siglo XVI estuvo ligada a una nueva ola de comentarios, en el contexto de la Reforma, al Tratado del alma de Aristóteles (siglo IV a. C.), en el que se aborda el problema de la definición del alma. Este tratado, que se pierde a lo largo de la Alta Edad Media y se recupera en el mundo occidental a partir del siglo XIII, es en efecto considerado por muchos el primer manual de psicología. Ahora bien, conviene dejar claro que el concepto de “alma” que desarrolla en ese texto Aristóteles, y que desarrollarán sus sucesivos comentadores, está muy lejos del que se desarrollará a lo largo de la modernidad, donde la propia terminología se deslizará, con Descartes, hacia la noción de “mente” como espacio de la subjetividad.
ARISTÓTELES |
Aristóteles define el alma como la “forma” del cuerpo, la forma de un cuerpo natural que potencialmente tiene vida. Como tal “forma”, el alma es mortal, se corrompe y muere con el cuerpo. Se opone así a la tradición platónica, para la que el alma, siguiendo planteamientos propios de la religión órfica y del pitagorismo, era inmortal y eterna, sometida a un ciclo de reencarnaciones – siendo el cuerpo la cárcel o tumba en la que el alma viviría encerrada. Esta concepción platónica, que sería retomada posteriormente por el neoplatonismo de Plotino (siglo III d.C.) así como por la filosofía cristiana, es muy diferente de la que plantea Aristóteles en el marco de su naturalismo, como algo inseparable del cuerpo.
Para explicar esta noción de alma, Aristóteles nos pone como ejemplo la relación que existe entre la vista y el ojo. La vista sería como el alma del ojo, es decir, aquello que lo completa y lleva a la perfección, sin lo cual el ojo sólo existe en potencia, incompleto e inacabado. En este sentido, el alma es aquello que da vida y completa al cuerpo, no sólo al humano. Aristóteles distingue una serie de “poderes” o “facultades” del alma, distribuidas jerárquicamente entre los diferentes seres vivos. En función de su presencia en diferentes seres en la escala de la naturaleza, Aristóteles distingue tres tipos de alma, a saber:
1ª) El alma vegetativa, la única presente en las plantas, a la que se asocian las facultades de la nutrición, la reproducción y el crecimiento;
2ª) El alma sensitiva, presente en las plantas y en los animales, asociada al deseo, al movimiento y a la facultad sensitiva, dentro de la cual distingue entre los sentidos externos (tacto, vista, oído, gusto, olfato) y los “sentidos internos”, a saber:
a) sentido
común,
encargado de integrar las formas recibidas por los distintos sentidos externos,
b) imaginación, capaz de representar la forma de un objeto en su ausencia; implicada también a la hora de juzgar de qué objeto se trata (inferir qué objeto está afectando a nuestros sentidos), así como si es bueno o malo para el organismo,
c) memoria, algo así como el registro de las percepciones, disponible para ser recuperado a través de la imaginación,
3ª) Y el alma racional o intelectiva, propia exclusivamente de los humanos, capaz de conocer los conceptos abstractos universales (a diferencia del conocimiento de los objetos individuales que permiten los sentidos). Sería lo más parecido a lo que hoy en día entendemos por “mente” o “actividad cognitiva”.
b) imaginación, capaz de representar la forma de un objeto en su ausencia; implicada también a la hora de juzgar de qué objeto se trata (inferir qué objeto está afectando a nuestros sentidos), así como si es bueno o malo para el organismo,
c) memoria, algo así como el registro de las percepciones, disponible para ser recuperado a través de la imaginación,
3ª) Y el alma racional o intelectiva, propia exclusivamente de los humanos, capaz de conocer los conceptos abstractos universales (a diferencia del conocimiento de los objetos individuales que permiten los sentidos). Sería lo más parecido a lo que hoy en día entendemos por “mente” o “actividad cognitiva”.
En De anima, Aristóteles dedica un amplio espacio al alma sensitiva,
sobre la que aún se
extendería más
ampliamente en otra obra llamada De sensu (Sobre los sentidos). En esta obra,
el alma sensitiva y los órganos
sensoriales (como en el ejemplo que veíamos
de la vista y el ojo) aparecen igualmente como un conjunto inseparable. En lo
que se refiere al alma racional o intelectiva (“nous” en griego), Aristóteles realiza un ejercicio análogo al que
hace con la facultad sensitiva, distinguiendo entre un intelecto “paciente” (en potencia),
y otro “activo”, que
completaría
y llevaría
a la perfección
al anterior. Ese intelecto “activo” o “agente” se encargaría de
actualizar las imágenes
recibidas por los sentidos para convertirlas en conceptos y juicios,
garantizando el conocimiento de los universales, es decir, el conocimiento
racional – más allá del
conocimiento de las cosas que adquirimos a través de la percepción.
El desarrollo que hace Aristóteles de esta
cuestión
del intelecto agente constituye un pasaje controvertido que dará lugar a múltiples
interpretaciones a lo largo de los siglos, especialmente en el momento de su
recuperación
en la Baja Edad Media, donde la necesidad de asimilarlo al Cristianismo dará lugar a
diferentes lecturas acerca de su inmortalidad y carácter
individual. Y es que, si bien Aristóteles
reclama, como señalamos,
que el alma es inseparable del cuerpo (y por tanto perecedera), este “intelecto
agente” que
garantiza el conocimiento universal, común
a todos los hombres, sería
inalterable y como tal, eterno e inmortal. Se trata en todo caso de un problema
planteado con ambigüedad.
Por otro lado, De Anima no es la única obra de
Aristóteles
donde encontramos desarrollos acerca de cuestiones que hoy llamaríamos psicológicas. Si aquí se sitúa en la
perspectiva de la biología
y se interesa por todos los seres vivos y sus funciones, en otras ocasiones se
centra en el ser humano e introduce otras distinciones igualmente relevantes
para lo que hoy entendemos por “psicológico”, en función de los
objetivos prácticos
de cada obra. Así,
por ejemplo, en la Política
se ocupa de definir al hombre como animal social o político,
determinando las características
del espacio social en el que se ha de desarrollar la vida del hombre y
analizando la experiencia de la vida colectiva; en la Poética trata de
la experiencia estética,
desarrollando temas como la imitación
y la catarsis, entendida como purificación
del alma a través
de la experimentación
del drama de los personajes; y en la Retórica
se ocupa de las formas de persuasión,
atendiendo, entre otras cosas, a las emociones, los patrones de razonamiento y
el carácter
de los oyentes. Esta nebulosa de cuestiones, difícilmente se dejarán encerrar en un sólo ámbito de saber. La filosofía helenística profundizará en muchas de
ellas, con una diferencia importante: mostrará una preocupación
mucho más
clara por el individuo (más allá de la ciudad)
y por ofrecerle recetas prácticas
para la vida.
Etiquetas:
Aristóteles,
Historia de la Psicología
sábado, 4 de julio de 2015
Nacimiento de la Psicología
1. Introducción
¿Cuándo nace la psicología? Con frecuencia, se insiste en que la psicología es aún una ciencia joven, nacida apenas en los últimos años del siglo XIX, con la fundación del primer laboratorio de psicología experimental. A la vez, sin embargo, también suele ser común referirse a obras como el Tratado del alma de Aristóteles, del siglo IV a.C., para hablar de las primeras obras de la psicología. Situar los inicios de la psicología en uno u otro momento de ese amplio período dependerá de los criterios que utilicemos para definir qué es la psicología, pero también qué entendemos por ciencia.
2. ¿Cuándo y dónde nace la psicología?
El origen de la psicología como disciplina científica se sitúa convencionalmente a finales del siglo XIX en Alemania con el establecimiento del primer laboratorio de psicología en Leipzig, en 1879, por parte de Wilhelm Wundt. Se trata pues de un mito fundacional, debido a la aplicación de métodos experimentales, lo que proporciona a la psicología rasgos científicos. Wundt se había formado en el campo de la fisiología con científicos de la talla de Johannes Müller y Hermann von Helmholtz; esta impronta "experimental", junto al papel institucional desempeñado por el laboratorio como centro de formación a nivel internacional, es lo que ha hecho que el nombre de Wundt haya pasado por delante de otros contemporáneos suyos que también planteaban otros proyectos psicológicos. Así, al mismo tiempo que aparecía el famoso tratado de Wundt Fundamentos de psicología fisiológica (1874), Franz Brentano publicaba su Psicología desde el punto de vista empírico y Wilhelm Dilthey desarrollaría, años más tarde, sus trabajos sobre las ciencias históricas en una propuesta de psicología concreta y real, en su obra Ideas sobre una psicología analítica y descriptiva (1894). En todo caso, todos estos nombres nos siguen situando en la Alemania de finales del siglo XIX. Ciertamente, las universidades alemanas apostaron en este siglo por un desarrollo de muchas disciplinas, como la fisiología, la filología o las ciencias históricas.
No obstante, la existencia de una psicología "empírica" o "experimental" es, según las nuevas investigaciones historiográficas, anterior a esta institucionalización. Ya en el XVIII existe un debate metodológico en torno a las posibilidades de una psicología empírica, matemática y experimental, y no sólo en Alemania, sino también en otros contextos europeos. E incluso otros investigadores defienden la existencia de una psicología empírica a finales del siglo XVI, enmarcado pues en la crisis de la filosofía medieval y en la renovación del conocimiento natural.
Fundamentalmente, será a lo largo del siglo XVIII, a partir de la influencia del Ensayo sobre el entendimiento humano (1690) de John Locke, cuando comience a dibujarse una psicologización del ser humano, con un nuevo lenguaje para referirse a la mente y a la conciencia.
3. Multiplicidad de saberes y prácticas. ¿Unidad disciplinar?
Las reflexiones "psicológicas" que se hacían en los siglos XVI-XVII, como venía ocurriendo desde la filosofía clásica y los inicios del pensamiento cristiano, se daban de forma dispersa, tanto en el ámbito de la filosofía natural (física y medicina) como en el de la filosofía moral, estando ligadas a cuestiones teológicas como la inmortalidad del alma. El auge de este tipo de discusiones desde finales del XVI y durante todo el siglo XVII no tiene que ver sólo con una dimensión teórica del conocimiento; antes bien, se encuentra ligado a una serie de cuestiones prácticas, que tienen que ver con el gobierno, el control social y el autogobierno, en un momento en que el hombre empieza a dejar de ser un súbdito para convertirse en un ciudadano responsable.
Esos tratados socre la ciencia del alma en los que empieza a aparecer el término "psicología" eran, por lo general, comentarios en torno al Tratado del alma de Aristóteles. Se trata de un momento de inquietud religiosa, de crisis de espiritualidad, que conlleva nuevas reflexiones sobre la naturaleza humana, que apuntan ya al dualismo mente-cuerpo que impulsará Descartes.
La carcasa institucional (universidades, academias, sociedades científicas) promoverá el desarrollo de la disciplina y aunará la pluralidad de saberes y prácticas, al servicio de un discurso psicológico y científico. Antes de ese momento de desarrollo académico, existía pues una polifonía de historias, ideas y prácticas, que tiene que ver tanto con la medicina como con el derecho, la filosofía y la teología. Nos encontramos así con una larga historia pre-disciplinar de la psicología, donde se elaboran en diferentes ámbitos ideas y prácticas que hoy calificaríamos como "psicológicas", que a la vez participan de la constitución del propio campo conceptual que definirá nuestro objeto de estudio.
4. La psicología moderna
Cada vez está más generalizada la adscripción de la psicología al área de las Ciencias de la Salud, otorgando pues a la vertiente clínica un lugar preponderante entre las diferentes áreas de investigación. Ciertamente, se recoge una clara demanda social, al tratarse de la práctica más popular y solicitada en nuestros días, en parte probablemente por el gran impacto mediático y cultural de las terapias psicoanalíticas, marginadas sin embargo desde el ámbito académico por su falta de cientificidad.
Esta adscripción sanitaria de la psicología no repercute sólo sobre el predominio de la práctica clínica o terapéutica, sino que abre también más el campo a una investigación básica de carácter biológico, especialmente ligada a la genética y a las neurociencias.
En definitiva, son muchos y complejos los problemas a los que se enfrenta la psicología hoy. Un riesgo es la de ser absorbida por la medicina y la biología, ciencias a las que la psicología no ha dejado de acercarse servilmente, cortando cada vez más lazos con la filosofía, las humanidades y las ciencias sociales. Un nuevo acercamiento a estas últimas puede dotar a la psicología de herramientas para afrontar con una mayor perspectiva el papel que desempeña en el mundo actual, con sus enormes desafíos teóricos y prácticos.
¿Cuándo nace la psicología? Con frecuencia, se insiste en que la psicología es aún una ciencia joven, nacida apenas en los últimos años del siglo XIX, con la fundación del primer laboratorio de psicología experimental. A la vez, sin embargo, también suele ser común referirse a obras como el Tratado del alma de Aristóteles, del siglo IV a.C., para hablar de las primeras obras de la psicología. Situar los inicios de la psicología en uno u otro momento de ese amplio período dependerá de los criterios que utilicemos para definir qué es la psicología, pero también qué entendemos por ciencia.
2. ¿Cuándo y dónde nace la psicología?
El origen de la psicología como disciplina científica se sitúa convencionalmente a finales del siglo XIX en Alemania con el establecimiento del primer laboratorio de psicología en Leipzig, en 1879, por parte de Wilhelm Wundt. Se trata pues de un mito fundacional, debido a la aplicación de métodos experimentales, lo que proporciona a la psicología rasgos científicos. Wundt se había formado en el campo de la fisiología con científicos de la talla de Johannes Müller y Hermann von Helmholtz; esta impronta "experimental", junto al papel institucional desempeñado por el laboratorio como centro de formación a nivel internacional, es lo que ha hecho que el nombre de Wundt haya pasado por delante de otros contemporáneos suyos que también planteaban otros proyectos psicológicos. Así, al mismo tiempo que aparecía el famoso tratado de Wundt Fundamentos de psicología fisiológica (1874), Franz Brentano publicaba su Psicología desde el punto de vista empírico y Wilhelm Dilthey desarrollaría, años más tarde, sus trabajos sobre las ciencias históricas en una propuesta de psicología concreta y real, en su obra Ideas sobre una psicología analítica y descriptiva (1894). En todo caso, todos estos nombres nos siguen situando en la Alemania de finales del siglo XIX. Ciertamente, las universidades alemanas apostaron en este siglo por un desarrollo de muchas disciplinas, como la fisiología, la filología o las ciencias históricas.
No obstante, la existencia de una psicología "empírica" o "experimental" es, según las nuevas investigaciones historiográficas, anterior a esta institucionalización. Ya en el XVIII existe un debate metodológico en torno a las posibilidades de una psicología empírica, matemática y experimental, y no sólo en Alemania, sino también en otros contextos europeos. E incluso otros investigadores defienden la existencia de una psicología empírica a finales del siglo XVI, enmarcado pues en la crisis de la filosofía medieval y en la renovación del conocimiento natural.
Fundamentalmente, será a lo largo del siglo XVIII, a partir de la influencia del Ensayo sobre el entendimiento humano (1690) de John Locke, cuando comience a dibujarse una psicologización del ser humano, con un nuevo lenguaje para referirse a la mente y a la conciencia.
3. Multiplicidad de saberes y prácticas. ¿Unidad disciplinar?
Las reflexiones "psicológicas" que se hacían en los siglos XVI-XVII, como venía ocurriendo desde la filosofía clásica y los inicios del pensamiento cristiano, se daban de forma dispersa, tanto en el ámbito de la filosofía natural (física y medicina) como en el de la filosofía moral, estando ligadas a cuestiones teológicas como la inmortalidad del alma. El auge de este tipo de discusiones desde finales del XVI y durante todo el siglo XVII no tiene que ver sólo con una dimensión teórica del conocimiento; antes bien, se encuentra ligado a una serie de cuestiones prácticas, que tienen que ver con el gobierno, el control social y el autogobierno, en un momento en que el hombre empieza a dejar de ser un súbdito para convertirse en un ciudadano responsable.
Esos tratados socre la ciencia del alma en los que empieza a aparecer el término "psicología" eran, por lo general, comentarios en torno al Tratado del alma de Aristóteles. Se trata de un momento de inquietud religiosa, de crisis de espiritualidad, que conlleva nuevas reflexiones sobre la naturaleza humana, que apuntan ya al dualismo mente-cuerpo que impulsará Descartes.
La carcasa institucional (universidades, academias, sociedades científicas) promoverá el desarrollo de la disciplina y aunará la pluralidad de saberes y prácticas, al servicio de un discurso psicológico y científico. Antes de ese momento de desarrollo académico, existía pues una polifonía de historias, ideas y prácticas, que tiene que ver tanto con la medicina como con el derecho, la filosofía y la teología. Nos encontramos así con una larga historia pre-disciplinar de la psicología, donde se elaboran en diferentes ámbitos ideas y prácticas que hoy calificaríamos como "psicológicas", que a la vez participan de la constitución del propio campo conceptual que definirá nuestro objeto de estudio.
4. La psicología moderna
Cada vez está más generalizada la adscripción de la psicología al área de las Ciencias de la Salud, otorgando pues a la vertiente clínica un lugar preponderante entre las diferentes áreas de investigación. Ciertamente, se recoge una clara demanda social, al tratarse de la práctica más popular y solicitada en nuestros días, en parte probablemente por el gran impacto mediático y cultural de las terapias psicoanalíticas, marginadas sin embargo desde el ámbito académico por su falta de cientificidad.
Esta adscripción sanitaria de la psicología no repercute sólo sobre el predominio de la práctica clínica o terapéutica, sino que abre también más el campo a una investigación básica de carácter biológico, especialmente ligada a la genética y a las neurociencias.
En definitiva, son muchos y complejos los problemas a los que se enfrenta la psicología hoy. Un riesgo es la de ser absorbida por la medicina y la biología, ciencias a las que la psicología no ha dejado de acercarse servilmente, cortando cada vez más lazos con la filosofía, las humanidades y las ciencias sociales. Un nuevo acercamiento a estas últimas puede dotar a la psicología de herramientas para afrontar con una mayor perspectiva el papel que desempeña en el mundo actual, con sus enormes desafíos teóricos y prácticos.
Etiquetas:
Historia de la Psicología
Suscribirse a:
Entradas (Atom)