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martes, 21 de julio de 2015

La ciencia del alma en la Edad Media: de la filosofía platónico-agustiniana a la escolástica


Con el auge y dominio del cristianismo, el carácter más naturalista y materialista de la filosofía griega y romana se perdería en Europa durante la Alta Edad Media. La filosofía platónico-agustiniana, centrada en la introspección como forma de acceso al conocimiento de Dios, dominaría el pensamiento medieval en Occidente hasta el reencuentro con la filosofía clásica, al final de la Alta Edad Media (siglos V-XI). Ese reencuentro estuvo marcado por el empeño de Carlomagno, nombrado en el año 800 Emperador del restaurado Imperio Romano Germano (disuelto en 476), en restablecer las escuelas, para mejorar el estado intelectual y moral de los pueblos que gobernaba, como parte de un ambicioso proyecto para dotarlos de una cultura unitaria. Es lo que se ha denominado mucho después como el Renacimiento Carolingio, un corto periodo de recuperación de la cultura clásica latina (entre finales del siglo VIII y principios del siglo IX) en un contexto de decadencia intelectual y cultural. La admiración por la cultura antigua y su voluntad de mantenerla era evidente en los objetivos educativos y culturales de la corte de Carlomagno, que se propone institucionalizar las siete artes liberales: el trivium (gramática, retórica y dialéctica) y las cuatro artes para conocer el mundo (aritmética, geometría, astronomía y música). La filosofía, centrada principalmente en el pensamiento platónico y afectada por un conocimiento muy escaso de Aristóteles, y la teología, basada en una interpretación textual de las Escrituras (con un apoyo especial en la gramática y la retórica), se estudiaban en ese marco.
La autoridad de San Agustín y la del neoplatónico Pseudo Dionisio Areopagita durante buena parte del medievo había terminado llevando a muchos teólogos a defender concepciones idealistas e innatistas que parecían irreconciliables con la filosofía aristotélica. En ese sentido, la recepción en Occidente de las obras de Aristóteles durante la Baja Edad Media (siglos XII- XIII) aportó a la filosofía cristiana un enfoque nuevo sobre el conocimiento y el hombre. El naturalismo de Aristóteles resultaba de partida incompatible con el dogma eclesiástico, la visión cristiana de la inmortalidad del alma humana y la meditación introspectiva como fuente del verdadero conocimiento. Los textos de Aristóteles se vieron así sometidos a importantes transformaciones y su interpretación dio lugar a fuertes controversias.
Desde que se empiezan a recuperar obras de la filosofía greco-romana clásica, surge todo un movimiento en las escuelas monásticas y catedralicias, donde una parte sustancial de los estudios se centraba en cuestiones teológicas y filosóficas, que intenta comprender la revelación religiosa del cristianismo desde las nuevas perspectivas que esas obras aportaban. La filosofía desarrollada en ese contexto recibió el nombre de Escolástica (nombre que remite a estas “escuelas”, predecesoras de las primeras universidades europeas) y la denominación persistió para referirse a dichas corrientes filosóficas incluso tras haberse creado las universidades (a partir del siglo XII). Aunque buena parte de ese movimiento se basaba en la búsqueda de una compatibilidad entre fe y razón, en la práctica, la razón se supeditaba claramente a la fe, de modo que la filosofía, en realidad, se hacía sierva de la teología. Su mayor dominio se dio entre mediados del siglo XI y mediados del siglo XV, y su máxima preocupación fue la creación de grandes sistemas sin contradicción interna, lo que propició un desarrollo extraordinario de la dialéctica (a diferencia de lo que había ocurrido durante el Renacimiento Carolingio, donde el énfasis se ponía en la gramática y la retórica).
El apogeo de la Escolástica tuvo lugar en el siglo XIII, un momento especialmente importante en el plano de la reflexión teológica (y “psicológica”), con nombres como San Buenaventura o Santo Tomás de Aquino. Es un siglo en el que vemos nacer un movimiento de reforma que, siguiendo el ejemplo de la iglesia primitiva, tiende a instaurar un modelo de vida basado en la mendicidad, el reparto de bienes con los pobres y la predicación itinerante del Evangelio. Aparecen así las órdenes mendicantes, como la de los franciscanos y los dominicos, que serán integradas en la vida institucional de la iglesia. Estas órdenes van a rivalizar entre sí, así como con las universidades recién constituidas, en sus respectivos planteamientos filosóficos y teológicos. La orden de los franciscanos, a la que pertenece San Buenaventura (1221-1274), seguirá una línea más acorde a la filosofía platónica, mientras que la orden de los dominicos, a la que pertenece Santo Tomás (1224- 1274), se alineará con la recientemente re-descubierta filosofía de Aristóteles. Santo Tomás tratará precisamente de conciliar la filosofía cristiana y la fe en Dios con el naturalismo y la razón de la filosofía aristotélica.
San Buenaventura subordina su trabajo filosófico a la búsqueda de lo divino, sin reconocer, a diferencia de Santo Tomás, la autonomía de la filosofía. Además, su pensamiento, como el de San Agustín, a quien considera su maestro, es místico. En términos generales Buenaventura plantea que el alma es capaz de dos tipos de conocimiento. Uno estaría ligado a su unión con el cuerpo, con el que puede conocer el mundo exterior, pero que para alcanzar la verdad necesita de la iluminación divina (no basta con la abstracción a partir de los objetos particulares de la experiencia). El otro sería un conocimiento espiritual, de Dios incluido, cuya fuente es la meditación introspectiva. Para San Buenaventura, nuestra alma, procedente de Dios y encaminada hacia él a través de nuestra inteligencia, está dotada de una espontaneidad y carácter activo a todos los niveles del conocimiento, desde los sentidos.
La orden de los dominicos se mostrará comparativamente más abierta a la lectura y estudio de los clásicos. Alberto Magno (1206-1280), contemporáneo de Buenaventura y maestro de Santo Tomás, reivindicará el derecho a la especulación filosófica y al conocimiento. En ese sentido, disertará sobre la naturaleza humana, sobre el intelecto agente y sobre la actividad del entendimiento, retomando aspectos de la filosofía aristotélica, que se había empezado a recuperar a partir del siglo XII, a través de los filósofos judíos y árabes como Averroes. Sobre estas cuestiones profundizará su aventajado discípulo, Santo Tomás, que planteará la separación de la teología y la filosofía, con el objetivo de abordar al margen de la revelación divina diferentes aspectos del conocimiento. En el mundo islámico, tras una primera huella de neoplatonismo, desde la que se interpretó a Aristóteles, el alma se había seguido estudiando fundamentalmente desde una perspectiva naturalista. La filosofía aristotélica, y en particular sus planteamientos acerca del alma, se combinaron con la medicina romana tardía, donde su máximo representante, Galeno (129 – 216 d.C.), había hecho del cerebro la sede del alma, identificándolo como órgano de los sentidos y del movimiento. El resultado fue una primera localización en el cerebro de diferentes aspectos del alma sensitiva y racional (que Aristóteles ubicaba en el corazón). Se inauguraba así, por cierto, una tradición “localizacionista” que sitúa las diferentes facultades o funciones en diferentes partes del cuerpo, y que se extenderá, de forma más o menos continuada, hasta la frenología de Franz Gall, a principios del siglo XIX, cuya influencia llegará hasta las investigaciones más recientes y conocidas de Broca sobre lenguaje.
Siguiendo de cerca el planteamiento de Aristóteles y sus comentaristas islámicos, y contrariamente a la idea platónico-agustiniana del cuerpo como tumba o prisión, Santo Tomás definirá el alma humana como la forma del cuerpo. Entre el alma y el cuerpo habría una unión sustancial: el alma se presenta como el principio de todas las operaciones, aquello no solo por lo que conocemos, sino por lo que nos movemos, nutrimos y sentimos. Así, el alma humana vuelve a aparecer como algo inseparable del cuerpo, rompiendo con la identificación del hombre con el alma racional, y planteando que toda operación intelectual humana supone la intervención del cuerpo. 
Santo Tomás sigue igualmente su clasificación de las facultades del alma, manteniendo la distinción entre aquellas propias del alma vegetativa, sensitiva y racional, si bien se cuidó más de introducir aspectos que separaban al hombre del animal, introduciendo algunos matices importantes que otorgaban al hombre un mayor control racional. Así por ejemplo mantuvo la “facultad estimativa” introducida por Ibn-Sina, una especie de instinto natural con el que juzgar el posible daño o beneficio de los objetos externos, como parte del alma sensitiva, pero distinguió entre la estimativa propiamente dicha, característica de los animales e involuntaria, y una estimación cogitativa, sujeta al control de la voluntad. Asimismo, se alejará de la noción de “intelecto agente” planteada por los comentaristas islámicos, que lo habían identificado, influídos a este respecto por el neoplatonismo, con un plano divino. En su lugar, Santo Tomás devuelve el “intelecto agente” al alma humana, haciendo del conocimiento un producto activo del pensamiento humano y no un don de la iluminación divina.
Con este importante desplazamiento, Santo Tomás restringe la razón humana al conocimiento del mundo de la naturaleza. La razón humana solo puede conocer el mundo, no a Dios. Contrariamente a la tradición platónico-agustiniana, para la que el conocimiento de Dios constituye un ejercicio introspectivo, Santo Tomás plantea que sólo hay dos formas de conocer a Dios: bien por la revelación sobrenatural que nos transmite la Iglesia, bien infiriéndolo, mediante las demostraciones a posteriori que podemos hacer a partir de sus efectos, de su obra en el mundo. Algo parecido ocurriría con el alma: no se puede observar directamente, sólo se ve y conoce por reflexión y reconocimiento de sus efectos. 
A partir de Santo Tomás se inicia progresivamente un proceso de independencia de la razón, que pondrá fin a la filosofía medieval a partir del siglo siguiente y con el que da comienzo la filosofía moderna. Aunque Santo Tomás trató de conciliar ciencia y revelación, introduciendo la perspectiva naturalista en el seno del cristianismo platónico tradicional, al separar la filosofía de la teología en realidad lo que hizo fue sentar las bases para el futuro conflicto entre razón y fe. Será en el marco de la filosofía moderna, y especialmente en la obra de René Descartes (1596-1650), donde veremos desarrollarse el concepto de mente como espacio interior, subjetivo, que, pasado por el barniz más empirista de John Locke (1632-1704), constituirá el primer objeto de estudio de la psicología científica o experimental. Pero aún falta tiempo para llegar a ese concepto fundamental, asociado al dualismo mente cuerpo que estaba por instaurarse. Si en Santo Tomás el alma sólo existe encarnada, entendida en la tradición aristotélica como forma del cuerpo, en la tradición platónica-agustiniana tampoco había una oposición en los términos que presentará el dualismo cartesiano: el alma estaba en todo el cuerpo y en cada una de sus partes.

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