Lo inicié en los últimos viajes en tren, en dirección al trabajo, en los primeros minutos de sol del día, y en estas primeras jornadas laborales de septiembre lo he retomado. Han sido precisamente las últimas páginas las que más me han aportado.
No es un ensayo; tampoco un relato: son más bien unas memorias, de los años en que Pennac, escritor francés consagrado, ejercía como profesor de lengua para adolescentes en diferentes centros educativos.
Intenta reflexionar sobre las características y las circunstancias de tantos alumnos zoquetes, malos estudiantes en riesgo de exclusión, y de aquellos profesores que también están de algún modo fuera del sistema y de aquellos otros que hacen de su profesión un salvavidas para muchos chicos.
Su experiencia como alumno zoquete, que precisamente descubre su talento como narrador por otro profesor de lengua que le cayó por azar, le permite plantear con seguridad el asunto qué está abordando.
Ahora bien, lo escribe varios años después de haber sido profesor; y aún siendo consciente de que los alumnos han cambiado mucho en muy poco tiempo, viene a plantear más semejanzas que diferencias entre los jóvenes de hoy y los de otras décadas, y a considerar pues que su metodología sigue siendo válida en la actualidad (pero insisto, no es un ensayo, no es un estudio con validez científica, se trata más bien de su interpretación, de su opinión).
No obstante, al final, queda bien zanjada la cuestión, ya que Pennac establece que cuando la metodología no logra el efecto deseado, nos queda aún un arma poderosa: el amor, que el zoquete sienta que alguien lo tiene en cuenta, que está preocupado por él.
Finalmente, de todo este trabajo, me quedo con una cita de Víctor Hugo recogida casi al final:
El derecho del niño es ser un hombre; lo que hace al hombre es la luz; lo que hace la luz es la instrucción. De modo que el derecho del niño es la instrucción gratuita, obligatoria.
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